París dAntoni Tàpies
Pere Gimferrer
Trae el invierno el color de este polvo de mármol.
Arde una fragua de claridades verdes
bajo la luz visible de las ramas, tan claras
por tan desnudas, el cercado de los incendios de abril.
Nos pertenece un país palpitante de agua y de hierba,
un gotear de nieblas en el desfiladero del cielo.
El polvo de mármol, la piedra, el cartón y la chatarra
han recibido el legado de las estaciones,
la herencia del tiempo que rodea al hombre,
el oro ceremonial y el verde trémulo,
el azul nocturno y el azul que ven unos ojos cerrados
en el anillo de oscuridad que enciende las apariencias.
Nos pertenece un país, un legado, el alto ejemplo
de la claridad de los álamos y la ventana desnuda
que ve la transparencia del vacío total.
Un país para volver a él, más adentro
que lo que pedimos, y más adentro aún
que lo que nos podremos atrever a soñar:
un país donde la oscuridad fuese conciliación
del espacio y el hombre, como la raíz del espacio
aferrada al subsuelo, como la raíz del subsuelo
aferrada a las minas negras del firmamento.
Volver a él es como volver al país donde no nacen
ni mueren los instantes: presentes, irreductibles,
rehusados al recuerdo, son sólo conocimiento.
Como la mano, como el cuerpo, como la mente febril,
todo el ser ha dejado de arañar el entorno.
Ahora ha llegado el tiempo de esperar y conocer,
tiempo de herramientas sumergidas en el agua de los desvanes,
la navegación de escombros, monasterio
de sábanas y moho, país de esta sangre.
Tiempo de hombres que han hallado súbitamente un ámbito:
la pura nitidez de saberse vivientes.
|