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ANA GARCÍA BERGUA
MOMENTOS DE GLORIA
A mi hija le pidieron leer para la escuela Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco. Yo la veía muy interesada en el libro, pero de repente lo soltó con una especie de desesperación: "¡No sé de qué me está hablando, mamá! –me dijo–, ¿qué es eso del doctor iq?" La verdad es que siempre es grato acordarse de esas cosas: Jorge servidor, Marrón de ustedes, decía el aludido por la tele, hombre de blanco pelo científico, lentes y preguntas ni tan capciosas –a ver joven ¿quién descubrió América?–, con su ménage multitudinario de muchachas (arriba a mi izquierda, abajo a mi derecha). Todo en la malísima y entrañable televisión mexicana de aquel entonces: la de ahora es mala a secas, sin lo entrañable –excepción hecha del 11 y el 22, y no siempre– y su entretenimiento principal son los noticieros. Qué barbaridad, a dónde hemos llegado, para extrañar esa caja en blanco y negro con antenas de conejo: ¿habrá quien extrañe dentro de muchos años Bailando por un sueño, o alguna de esas cosas y diga que qué entrañable?, ¿habrá televisión dentro de muchos años?
La verdad es que esos programas de concurso me gustaban. Tenían un encanto particular, el del aficionado que soñaba con ganar mucho billete o con convertirse, por arte de magia, en artista prominente, como en las películas de Pedro Infante, cuando el astro del copete entonaba de maravilla en un concurso de la radio y arrancaba grandes aplausos de la concurrencia (hubiera estado bueno ver a los competidores, pero nunca venían a cuento en las películas). Pero a nadie le salía así en la realidad: todos desafinaban, las señoras se veían muy guapas, pero un poco bizcas o chaparras, y si alguien estaba gordo era por buena alimentación. O esos señores que se habían quemado las pestañas para concursar encerrados en una cabina con su mejor corbata, por el premio de los sesenta y cuatro mil pesos con Pedro Ferriz (una cantidad ya muy devaluada; de lo que siempre he tenido duda era de por qué no se cerraba la cantidad en sesenta y cinco mil: ¿cobro de impuesto?, ¿misterio cabalístico?, ¿equivalente en dólares?, ¿metáfora del "ya casi"?). No sé si alguien ha visto lo paradójico en el hecho de que don Pedro, tan serio haciendo preguntas sesudas con su corbata de moño y sus tarjetitas, se dedicara también a avistar ovnis por televisión, en un programa de título paranoico: Un mundo nos vigila. La verdad tiene algo de metáfora, aunque no sé de qué. Esos programas eran el reino del amateur; en ellos se dejaba refulgir a la humana torpeza, antes de nuestro ahora tan profesional, en que los Margaritos, aparte de ser vencidos y humillados, han sido previamente torturados por instructores de canto, baile y actuación –sólo les falta un curso rápido de gastroenterología– o por locutoras que los torturan al más puro estilo vamp sadomasoquista. Los concursantes vivían un pequeño momento de gloria en la pantalla, que ahora ya vive cualquiera; ya nadie se ocupa, siquiera, de fracasar con gracia, disimular un poco: mientras más lloren y se rasguen el vestuario, mejor. Quizá tanta crueldad empezó con el afamado concurso del palo ensebado, en el que unos pobres concursantes, muy animosos, intentaban trepar por el susodicho objeto –francamente resbaladizo, como tantas situaciones que se nos presentan en la vida–, y que era algo así como la frustración eterna del volador de Papantla y el castigo a los afanes de ascenso, social y de cualquier índole: una clase de realismo y una caída perpetua.
Su servidora debe confesar que vivió un breve momento de gloria en esa vieja televisión, cuando actuó disfrazada de hombre del ganso en la obra La mordida, de León Felipe, en el programa de Estrellas infantiles, armada con un ganso de papel maché y muerta de la envidia del niño al que le habían dado el papel principal (a él sí le tocaba cantar, como en los musicales norteamericanos). Todo gracias a mi maestra del taller de teatro de la escuela activa –no sé por qué, pero entre las escuelas activas y las de refugiados españoles, siempre me he sentido una especie de producto experimental. Al terminar me dieron una bolsa de Toficos –la verdad no eran tan buenos como uno esperaba–, un salvavidas con forma de elefante tan estrechito que lo podía utilizar como collar –total que ni quería nadar–, y la impresión certera de que Genaro Moreno, con todas esas capas de maquillaje, era la versión en carne y hueso de Ken, el casto novio de la Barbie.
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