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CUATROCIENTOS AÑOS (Y UNO MÁS)
ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ
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Cristina Múgica,
Ensayos en torno a la locura de don Quijote,
UNAM,
México, 2005. |
Por un retraso burocrático en la consecución de las licencias, y un poco por desidia editorial, un libro que debió haber zarpado de la imprenta a fines de 1604 se publicó en los primeros días del siguiente año en la España felipiana: Don Quijote de La Mancha fue el título con el que se lo conocería durante los cuatro siglos posteriores. La obra ha generado, en todo ese tiempo, una cauda desigual de trabajos críticos como ninguna otra en la historia de las letras.
Cristina Múgica decidió encaminar la ruta de su aproximación a esa isla insaciable que es la novela cervantina por una vía muy transitada: el examen de la locura del personaje, demencia, como sabemos, relativa, pues se inscribe en el marco de dos locuras más elocuentes: la empresa marítimo-política en que convirtió a la España de ese tiempo su propio sino histórico y la insensata audacia de sus gobernantes, y la alienación mayor implicada en el hecho mismo de esa actividad que llamamos lectura: ¿o acaso no parece desquiciada, obsesiva, perniciosamente pertinaz una persona que se inclina durante horas sobre un libro?
Un valor añadido al mérito de surcar tan equívoco asunto es el que la autora se agencia al situar esta locura en el propio contexto de la obra. Eludiendo la funesta tentación de leerla a través de los ojos de disciplinas adyacentes (y para el caso impropias), como la psicología o la semiótica, Múgica enristra la sinrazón del personaje a partir de lo que al respecto tienen que decir el propio Cervantes en la obra misma y algunos de sus más reconocibles contemporáneos: Juan Huarte de San Juan (Examen de ingenios para las ciencias), Etienne de La Boétie (Discurso de la servidumbre voluntaria, también llamado contra uno) y sobre todo Erasmo (Elogio de la locura). La locura así estudiada tiene que ver con todo y con todos: con la pasión del personaje, con la conducta más consecuente de los hombres de la época –que, ante la obcecación y el desequilibrio de la clase política, "prefieren soñar"–, con la sabia demencia y placentero desplazamiento del vasallaje de una-vida-para-el-trabajo significada en el mero acto de ponerse a leer. El hidalgo cervantino, apenas cabe recordarlo, es un gran lector, un desmesurado descifrador de signos, fascinado, encantado por su tarea, como luego lo estará el personaje que apuesta ser por las labores inherentes a la andante caballería.
Esta enjundia de ser otro apenas puede ser motejada de demencial. Es, en todo caso, una patología compartida, una manera de definirse frente a los demás. Entre la fastuosa balumba de volúmenes celebratorios de Cervantes y del Quijote publicada el año pasado, destaca un breve artículo de Fernando Vallejo que, lejos de ser un cervantista (y quizá por ello mismo), se atreve a hablar de esta osadía ontológica quijotesca, la de saber ser otro, en comparación con las deslavadas dudas de otro célebre personaje adyacente: el Hamlet de un tal Shakespeare. Para el narrador colombiano, la diferencia entre ambos personajes reside en que, mientras uno se afirma en lo que ha elegido ser ("Yo sé quién soy", dirá redondamente el Quijote cuando clérigos y pleiteantes le escatiman méritos o localizan su locura), el otro, amariconadamente, titubea: "To be or not to be, thats the question".
Sospechar a propósito de la realidad (esa palabra que, decía Nabokov, sólo tiene sentido entre comillas) de lo real, vacilar frente a la virtualidad de lo que vivimos, es uno de los innumerables rasgos de "locura" que nos ha heredado ya para siempre el Quijote –y el Quijote. Con la misma prudente erudición de Antonio Alatorre, que no pretende impresionar al lector con aparatos críticos y aparatosas maniobras de despegue (esos libros que no dan paso sin el huarache probadísimo de lo que han pisado diez fulanos antes que ellos) sino, sencillamente, amabilizar la lectura, Cristina Múgica ha conseguido perfilar la demencia del personaje más famoso de la literatura española con sólo hacernos ver, a sus "desocupados lectores", que la contagiosa costumbre de leer es un gozoso disparate semejante.
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