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Marco Antonio Campos
José Agustín
Yo creo que una de las maneras de medir la talla de la obra de un escritor es por la importancia literaria de sus discípulos. Si sólo mencionáramos a Juan Villoro y a Enrique Serna, la tarea de José Agustín como escritor que se convierte en maestro estaría plenamente justificada. Ambos, Villoro y Serna, han confesado que la lectura de libros de Agustín les abrieron al principio de su carrera vías a su propia escritura. Libros como La tumba, De perfil o Se está haciendo tarde enseñaron a los jóvenes que empezaban a escribir en los años setenta y ochenta cómo se podían contar muy bien historias que parecían en principio poco literarias a una velocidad de doscientas millas por hora. Pueden atacar a Agustín por otros motivos, no por falta de amenidad.
La cosa no queda allí; además de Villoro y Serna, la influencia de Agustín fue amplísima en las nuevas generaciones mexicanas. En esas décadas de los setenta y ochenta del siglo que nos dijo adiós, solía encontrarme cuentistas y novelistas del interior de la República que escribían historias sobre sus ciudades y costumbres... pero los personajes hablaban con palabras y expresiones joseagustinianas. Desde luego eso sonaba curioso, raro o disparatado. Una cosa es cierta: ciudad donde José Agustín se presenta a dar una conferencia o plática o lectura el lleno está asegurado. Con su jovialidad contagiosa, con su lenguaje desenfadado, con su magnífico desparpajo, este joven de sesenta y dos años tiene siempre hipnotizado al público.
A José Agustín comencé a tratarlo en los años ochenta y nació de inmediato una simpatía mutua. Creo que algo nos unía y nos une: no tomarnos en serio en un medio en que la gente se toma en serio y nuestro rechazo a grupos y grupúsculos culturales y literarios que, por tener influencia mediática, se creen dueños de la verdad y deciden por dedazo quiénes forman el canon mexicano. Desde luego el canon suelen encabezarlo ellos, valgan mucho, poco o nada, y niegan u omiten al otro, pero montan en cólera cuando les pagan con la misma moneda, incapaces de verse en el espejo y observar su mínima estatura.
En esos años iniciales de los ochenta la UNAM, el INBA y la UAM organizaban con el municipio de Cuautla los Encuentros Nacionales de Narradores. José Agustín y el profesor Carlos Barreto se encargaban de la organización. Nadie que haya estado olvida esos encuentros, tanto por las lecturas como por las francachelas en el Hotel Don Vasco. En el hotel, en las mañanas o al mediodía los narradores tomaban por asalto el jardín y la piscina y en las noches se organizaban en el vasto comedor bailes trasnochadores. No faltaron los ligues que terminaron en noviazgos y matrimonios. Todo iba bien, hasta que llegó un presidente municipal priísta, que no tenía ni siquiera el IQ de Vicente Fox, e hizo cenizas el encuentro.
Recuerdo también un viaje a Bélgica en noviembre de 1993 que hicimos un grupo de escritores al encuentro de Europalia. Íbamos, si mal no recuerdo, Juan José Arreola, Eraclio Zepeda, Margo Glantz, Sergio Pitol, Carlos Monsiváis, Ulalume González de León, Homero Aridjis, Alberto Ruy Sánchez, Juan Villoro, José Agustín y yo. Llegaron por su lado Carlos Fuentes y Octavio Paz. Organizado por Alfredo del Mazo, Daniel Leyva encabezaba magníficamente la logística de los escritores ayudado por bellísimas edecanes. Con Laco Zepeda y Elva Macías, con José Agustín y Margarita, hicimos un grupo muy divertido. Recuerdo un viaje a Brujas, donde Laco nos daba lecciones sorpresivas de historia flamenca, y la visita al castillo de Bouchout, en el que vivió Carlota cosa de sesenta años siguiendo paso a paso el laberinto de su propia locura. En las fotografías tomadas en las calles de Brujas puede verse a José Agustín con una gorra que le presté para un frío que ya helaba. Recuerdo que una noche, en una cena que nos brindaron los organizadores, donde quizá nadie estaba del todo sobrio, quise encender el fuego de una discusión entre Margo Glantz y José Agustín sobre el término de la Onda, pero Margo se negó a hablar, y Agustín, en buenos términos, sonriente, expuso sus diferencias. Arreola, entre tanto, no perdía el tiempo y le hablaba al oído a la edecán más bonita: una italiana de veintiún años que nos hacía alucinar.
Curiosa, absurdamente, a José Agustín no le han dado en México premios importantes; no importa; su obra, que abrió puertas y ventanas a la narrativa mexicana, es la mejor señal de su permanencia. Y yo, desde aquí, desde un barrio del sur de la Ciudad de México, en este principio de 2007, le mando un abrazo de hermano y le digo que, como siempre, lo quiero mucho.
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