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Verónica Murguía
En la librería
Antes, uno de los placeres más grandes de la vida era ir a tontear a la librería. No importaba si tenía dinero: ver los libros y manosearlos un poco resultaba infinitamente satisfactorio. Con este método, en la preparatoria leí capítulos enteros de libros que codiciaba, o pasajes famosos como el de la magdalena de Por el camino de Swann, de Proust; el monólogo de Molly Bloom en el Ulises o la transformación de Orlando en mujer –"¡Verdad! ¡Verdad! ¡Verdad! Debemos confesarlo: era una mujer"– en la novela de Virginia Woolf. Así también despaché algunas escenas escabrosas o sangrientas de novelas cuya lectura completa no me interesaba en lo absoluto.
Huelga decir que en mi escuela ni Justine, del Marqués de Sade, ni la Historia del ojo, de Bataille, formaban parte del programa de Literatura universal, pero igual las repasé de pie en la librería, tratando de disimular detrás del ceño fruncido (pensaba que me daba un aire de mujer inteligente) el rubor que me acaloraba los cachetes. Igual con el brioso Miller y con la pesada de Anaïs Nin.
Luego llegó el momento de abandonar la casa paterna, con la ilusión de acomodarse en el primer departamento que uno alquilaba en la vida. También, cómo no, compré un librero y quise llenarlo. Fue delicioso constatar cómo ese mueble feúcho se vaciaba poco a poco de libros prescritos en la carrera, de fotocopias engargoladas y sobrevivientes de la infancia, para llenarse con mis libros, los elegidos por gusto soberano. Algunos de los frecuentados en la librería fueron adquiridos, otros me fueron regalados, y en unos años el librero se convirtió en una mínima biblioteca. El paseo a librería seguía siendo sinónimo de diversión.
Descubrí las librerías de viejo y pronto tuve que añadir a mi mueble otro con más estantes, y otro más. Ahora, cuando miro los libreros que albergan mi biblioteca, me invade un regocijo como el que, me imagino, siente Rico McPato cuando chapotea en su alberca de monedas de oro. Abundan los libros modestos, las ediciones en rústica y de segunda mano. Son, como reza la frase manida, mi más preciada posesión.
Nunca entendí mejor al poeta Octavio Paz que cuando, al final de su vida precisó, frente a un locutor indiferente y banal, que estaba tristísimo por la pérdida, en aquel incendio en su departamento de la colonia Juárez, de parte de su biblioteca. Libros firmados por amigos ya muertos, libros que habían sido de su padre, libros adquiridos en viajes
qué horrible, pensé, pobre hombre, qué catástrofe.
Pero debo confesar, alarmada, que cada vez me gusta menos ir a la librería.
¿Quién me hubiera dicho que si la librería aumentaba astronómicamente la oferta, se llenaba de libros que antes eran difíciles de conseguir, de mesas con novedades, majestuosas como las pirámides de Teotihuacan, me aturdiría?
Claro que ahora está el aliciente de comprar y leer libros escritos por amigos y conocidos, tener en las manos las publicaciones más recientes, y la posibilidad de comprar, por ejemplo, el último libro de la serie de Harry Potter el mismo día que sale a la venta en Inglaterra
sin embargo, el gusto más simple y puro de antes se ha desvanecido.
Yo no sé si es porque soy insegura y al ver los montones de libros nuevos me corroe la duda y me pregunto: ¿por qué escribir? ¿Quién dice que puedo aportar algo nuevo? ¿A qué hora elegí esta profesión tan socorrida?
Pero bien dice mi amiga la escritora A. G.: la idea de la originalidad es arrogante y tonta. Además, eso lo sé, inútil.
¿Será que me irrita el tono con el que se trata de vender? ¿Los cintillos estridentes, los carteles bombásticos, las portadas aparatosas? ¿Los imitadores de los éxitos, los mil libros sobre El código Da Vinci, o sobre Harry Potter?
Sé que esta librería atestada es la Utopía, así, con mayúscula. En la Edad Media, para transcribir la obra de Aristóteles se necesitaba la piel –para el pergamino– de una manada de ovejas. Ya ni digo de los meses que tardaba el copista en reproducir los textos. En las bibliotecas los libros estaban encadenados, pues eran invaluables.
Siguen siendo, la verdad, aunque el inefable secretario de Hacienda afirme que son como los zapatos, los chiles o cualquier otra mercancía.
Es más, quizás la librería ya no me gusta tanto porque ya no se asemeja a la idea ¿platónica? de librería, y se muestra idéntica a la tienda departamental, donde lo que se vende es sólo lo que está de moda.
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