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Jarry en su centenario
Pero, ¿qué es una obra de teatro? ¿Una fiesta ciudadana?
¿Una lección? ¿Una distracción?
Alfred Jarry, La inutilidad del teatro en el teatro
Hace casi un siglo, Alfred Jarry terminaba de trazar el más contundente de sus giros patafísicos: tras treinta y cuatro años de existencia entre telones, tabernas y meretrices, extinguía su vida en un miserable hospital parisino. Tras él, un legado multiforme y camaleónico que sobrevive y se reinventa: la patafísica, la alteración irreversible de la palabra escénica, el martillo lúcido de la ironía como herramienta para desmantelar la dictadura del logos, una obra fulgurante que inauguraba toda una galaxia discursiva. Pero sobre todo la experiencia jarriana entraña una idea de escritura que Pilles Deleuze supo encuadrar en Crítica y clínica: la escritura como un giro, como la puesta en texto de una idea de movimiento repentino, una fenomenología de lo súbito. La literatura escénica de Alfred Jarry no puede ser distinta de su biografía, no puede dejar de ser la huella indeleble de una lucha permanente en contra de la apariencia y la univocidad del sentido; por ello, Jarry habrá de recordarnos que la escritura, como experiencia limítrofe, supone la puesta en crisis de todo precepto, incluso de quien, mediante ella, pretende la confrontación de la que lo precede. Por esto mismo, la escritura jarriana nos dice que enarbolar la pluma es, en sí, un acto de necedad. Más aún en la que persigue verificarse (o retractarse o potenciarse o volverse contra sí misma) en la escena: inmaterial, siempre a la zaga de la exposición palpable de la voz, el cuerpo, el volumen y la luz, la poesía dramática (o toda literatura escénica que aspire a ese fin) configura desde el arranque, consciente de su desventaja, una ruta que tiene al borde (a la comisura, al límite excéntrico) como destino y recorrido. Escribir teatro, entonces, debiera implicar por fuerza la toma de conciencia de que la construcción de su sentido y de su posible constelación de significados radica en el borde; que, entendidas y asimiladas las tentativas de las muchas caras de la tradición (que en el caso de Jarry y su genealogía literaria lo emparentaría con Rabelais y Apollinaire, con Schwob y Wilde), la posibilidad que apenas le queda al escritor dramático es la minoridad, la incompletitud que se resana en conjunción con las muchas categorías autorales (director y actor entre las más evidentes) de las que el teatro se nutre. El teatro, la escritura escénica, como un arte menor, como una escritura excéntrica. En el borde, en el límite.
Foto: Harlingue Viollet |
En abono de lo anterior es que podemos situar la obra de Jarry (pensemos en sus trabajos emblemáticos, engarzados en torno a la saga de Ubú) como una decidida alocución contra lo estático –en el sentido moral, intelectual, existencial e incluso físico del término. Por boca del Doctor Faustroll nos llega la exhortación, una especie de ruego exaltado: "Absoluta rebelión frente a la totalidad de la simpleza." En este mismo sentido, la figura regordeta del Padre Ubú, y la desopilante fábula úbica en su totalidad, encarna un simbolismo bifronte, que lo convierte al mismo tiempo en la metaforización más descarnada del soberano excesivo y déspota, y en el molde que con trabajos contiene a quien incorpora el aliento de quien se opone casi genéticamente a la noción de orden como alienación y despersonalización. Más que sus criados y su esposa, mucho más que la de sus pírricos enemigos, Ubú en sí mismo revela mediante el desmontaje irónico de su entorno la mediocridad subyacente. Como supo decir Artaud, discípulo y deudor confeso del propio Jarry, el teatro y la "realidad" operan un juego crítico de espejos, en el que aquél no hace mimesis o representación de ésta, sino que aspira a poetizar lo que la humanidad suele relegar y categorizar como irracional. Ubú y su mentor, a cien años de clausurarse su discurrir por este mundo insensato, son una de las pruebas mejores de que lo marginal y lo "absurdo" suele hacer más sentido que todo aquello que se nos vende como corrección, pero que en verdad proviene de la más irremisible mierda.
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