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Rogelio Guedea
Chimeneas
Hacía un frío inusual en casa. La niebla bajó y arrasó los ventanales de la cocina.
Me encuentro con que se ha terminado la leña para la chimenea. Vuelvo del sótano trasteando por las escaleras. Mis manos tiritan. Un frío inusual. A lo lejos el mar se extiende hasta la bahía de Manzanillo. Sobre la mesita junto a la chimenea veo libros que he leído en los últimos días, uno sobre otro. El fuego se extingue. No tengo más periódico ni ramas secas. Voy a la mesita y cojo una novela de Salinger que, sin pensarlo dos veces, arrojo al fuego. La novela, sorpresivamente, empieza a crear un grumo de fuego intenso, que crepita. Entonces cojo los Notebooks de Samuel Butler y, sin pensarlo tampoco, los arrojo también a la brasa. El libro se hace chicloso como si fuera una bolsa de plástico. Es un hule ardiendo. Segundos después arrojo la poesía completa de Rimbaud, en edición francesa, y es como si hubiera flamear un litro de alcohol. Sigo con los Diarios de Kafka, que humean despavoridamente, y luego con Los complementarios, de Machado. Así, quemando los libros que tenía en la mesita junto a la chimenea, pasé la noche y pude sortear el frío, convencido de que los autores estarían satisfechos con el destino que les había prodigado a sus obras.
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