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Verónica Murguía
Los millonarios
Cuando era niña pensaba que, de adulta, podría ser millonaria. No sabía cómo lo iba a lograr, pero me gustaba fantasear con lo que haría con mis montones de dinero: por ejemplo, todos los días desayunaría un brioche ahuecado y relleno con puras yemas de huevo a medio cocer, sazonadas con sal y pimienta. Las claras se las daría a mi perro, un collie que sería idéntico a Lassie, pero más listo.
Como se ve, ignoraba todo acerca de la existencia del colesterol. Hoy, las claras me las como yo, y no tengo perro. Tampoco tengo dinero, aunque para la niña que fui, sí. Me explico: a los siete años todo lo medía con múltiplos de Twinkies o de cómics de La pequeña Lulú. Ambas cosas costaban un peso. Cuando me alcanzaba para las dos, me sentía rica. Ahora, hasta en mis peores épocas puedo, por suerte, comprarme montones de Twinkies, lo que pasa es que engordan y empalagan. No compro "cuentos", como los llamábamos, porque desde hace siglos dejaron de existir los cómics de a peso. Es más, ya no hay nada de a peso, ni siquiera un cigarro suelto. Aclaro que también padezco una incapacidad absoluta para hacer dinero. Esas ensoñaciones infantiles no llegaron a ninguna parte porque carezco de talento para hacer negocios.
El proceso para hacer mucho dinero –bien habido, no lavado–, como a la mayoría de los mexicanos, me resulta un misterio insondable. También me resulta enigmática la mente de quienes lo logran. El otro día estaba parada en la banqueta con un amigo pobre e ingenioso, cuando pasó junto a nosotros un Mercedes Benz conducido por una güera de aire brutal, con unas "uñas de cernícalo lagartijero", como diría el Quijote, decoradas con puntitos que relucían.
"A poco esa es más lista que yo
" murmuró para sí mi amigo (en ese momento andaba sin un peso), mientras observaba con aire melancólico cómo la güera rebasaba al pesero por la derecha. Todavía alcancé a vislumbrar por la ventana trasera del coche la coronilla de la mujer, rematada por un penacho platinado y enhiesto. Hasta de espaldas se le notaba que no era un genio, pero en efecto, era ella quien iba en el Mercedes, y mi amigo, cuyos merecimientos son muchos, anda a pie.
Pasamos toda la tarde tramando estrategias para ganar dinero y no se nos ocurrió nada que no pusiera en peligro la santidad de nuestros espíritus.
Creo que yo no conozco a ningún millonario. O igual sí he tratado con alguno –ser su empleada no cuenta–, pero no estoy segura. Tengo para mí que si tratan conmigo, no han de ser millonarios de a de veras. Esas cosas no se preguntan, aunque hay gente tan presumida que, aun en estos tiempos tan peligrosos, no enseña el estado de cuenta porque Dios es grande.
Vaya usted a saber qué tienen los millonarios en la cabeza. Los hay misteriosos, como animales mitológicos: Howard Hughes comía sólo helado de vainilla y al final de sus días no se cortaba ni la barba, ni las uñas, y dicen que Paul Getty era tan tacaño que los teléfonos de su casa eran de monedas. El sultán de Brunei se aburre en un trono de oro. Rod Stewart compró una isla artificial en Dubai: costó treinta y tres millones de dólares. El otro día vi fotos de una mujer riquísima, que se llama Jocelyn Wilderstein. Es, objetivamente, una facha: se ha hecho miles de cirugías para parecer un gato. No ha logrado nada: esa señora no parece un gato, parece un marciano al que le hubiera pasado algo horrible con una cafetera. Como Michael Jackson, tan rico, tan retorcido, tan esperpéntico y tan extraordinariamente tonto. Uno quisiera que la unicef rescatara a sus pobres y caucásicos hijitos.
Mi millonaria favorita es J. K. Rowling, quien ha logrado la hazaña de volverse millonaria escribiendo libros deliciosos. Se dice que su fortuna es casi tan grande como la de la reina de Inglaterra. J. K. Rowling se merece cada centavo de su dinero. Ojalá que le aproveche.
Estos que menciono, cantantes, escritores, hombres de negocios, son los presentables: imagine el lector a los que no lo son, a las primeras generaciones de delincuentes de toda laya antes de que el dinero y el tiempo les den su mano de gato. Han de ser como esos romanos que, para presumir, bebían copas de vino en las que antes habían disuelto perlas de mucho valor. O las criollas habaneras, que se mandaban hacer vestidos con colas de seda y encaje que, de tan largas, eran pisoteadas por los cascos de los caballos cuando las dueñas iban por la calle. Rarísimos.
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