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Jacques Prévert: ni santo ni mártir
Rodolfo Alonso
Hace treinta años, el 11 de abril de 1977, fallecía en Omonville-la-Petite nada menos que Jacques Prévert, sin duda el más popular y el más desenfadado de los grandes poetas franceses del siglo XX.
En el resplandeciente marco de esa casi desmedida generación de grandes poetas franceses que, a comienzos del siglo XX, fueron capaces de estar a la altura de su linaje deslumbrante, y de encolumnarse en movimientos y rebeliones victoriosas sin dejar de ser nunca fundamentalmente ellos mismos, sólo Jacques Prévert (1900-1977) pudo ser al mismo tiempo digno de Gavroche y de Rimbaud, cómplice y compañero, toda su vida auténtico niño de la calle y paje de las barricadas. Fiel al lenguaje vivo, que es de todos, y al mismo tiempo fiel igualmente a la dignidad esencial de la poesía, que es gloria de la lengua (Dante), pudo entrar y salir del surrealismo con la misma valentía y dignidad con que supo siempre tomar partido por los humillados y ofendidos sin someterse a dogma, censura ni ortodoxia alguna.
Único gran poeta moderno que llegó a vender más de dos millones de ejemplares de su libro Palabras (ya antes de 1949 el más que lúcido Gaétan Picon supo calibrarlo certeramente como "el único poeta auténtico que, en la hora actual, haya sabido franquear los límites del público más o menos especializado"), vio a las mejores voces de su tiempo (de Juliette Greco a su hermano gemelo, Yves Montand) difundir universalmente sus bellísimas e indelebles canciones (¿alguien puede olvidar "Las hojas muertas"?) y, por si fuera poco, su nombre está ligado de fundamental manera con uno de los mejores y más altos momentos del cine francés, el realismo lírico de los años cuarenta, con obras maestras tan conmovedoras como El muelle de las brumas, Los visitantes de la noche, Los niños del paraíso o Amanece, por citar sólo algunos de muchos filmes memorables de Marcel Carné.
Tan enamorado del amor, y de mujeres bien concretas, como de la vida y del lenguaje, oral y escrito, es la luz misma del mundo terrestre ("Padre Nuestro que estás en los cielos/ Quédate allí/ Y nosotros nos quedaremos sobre la tierra/ Que a veces es tan linda") y, en consecuencia, el resplandor más auténtico de la condición humana, trágicamente bella, espléndidamente mortal, el que relumbra hecho lenguaje vivo en toda su escritura. Que tuvo la suerte de ser contagiosamente reconocida, como vimos en una medida poco usual, por sus contemporáneos (también él con "La verdadera mirada lúcida y loca/ De los que entregan todo a la vida", enfrentando a "las aterradoras semillas de la realidad"), y pervive aún ahora, en estos tiempos ácidos y áridos, masificados seductoramente como estamos por una enorme marea de banalidad globalizada, como un antídoto contra todo autoritarismo, así sea demagógico, contra toda ortodoxia, así sea lujosa, contra toda represión, así sea bienvenida.
Porque todavía, por suerte, y pese a tantas teorías, a tantas órdenes: "la manzana/ no se deja dibujar/ tiene que decir lo suyo". La gran poesía espléndidamente popular de Jacques Prévert, su alto y personalísimo lirismo hecho de magníficos lugares comunes es, y por eso disponible, como el mismísimo lenguaje humano, voces de uno, voz de todos. Que él nos bendiga, como siempre lo hizo, con justa cólera y precisa ternura (o viceversa). Como lo sigue haciendo Chaplin, su consanguíneo más directo. Así sea.
Poemas
Jacques Prévert
CANCIÓN
Qué día somos
Somos todos los días
Mi amiga
Somos toda la vida
Mi amor
Nos amamos y vivimos
Vivimos y nos amamos
Y no sabemos qué es la vida
Y no sabemos qué es el día
Y no sabemos qué es el amor.
EL JARDÍN
Miles y miles de años
No serían suficientes
Para decir
El pequeño segundo de eternidad
En que me besaste
En que te besé
Una mañana a la luz del invierno
En el Parque Montsouris en París
En París
Sobre la tierra
La tierra que es un astro.
(Paroles)
LAS CANCIONES MÁS CORTAS
Al pájaro que canta en mi cabeza Y me repite que te amo Y me repite que me amas Al pájaro del fastidioso estribillo Lo mataré mañana en la mañana.
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EL METEORO
Entre los barrotes de los locales
disciplinarios
una naranja pasa como un relámpago y cae en la vasija como una piedra Y el prisionero todo salpicado de mierda resplandece Ella no me ha olvidado Ella siempre piensa en mí.
EN LA CARNICERÍA
Duramente coquetamente pinchada en la carne tierna del mostrador una rosa roja de papel aúlla a la muerte en traje de fiesta Un carnívoro en traje de etiqueta pasa frente a la flor sin verla ni oírla Y en el arroyo de sangre sobre el agua primero se expone y después se pierde tranquilamente en el dulce calor de la noche haciéndole por un instante compañía al transeúnte.
Versiones de Rodolfo Alonso
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