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Verónica Murguía
Andar encuerado
Yo no sé por qué, lo que sentí al ver las ya celebérrimas fotos que hizo Spencer Tunick a un montón de chilangos encuerados fue una ternura avasalladora, un ataque de amor. Me sorprendí, porque no me gustan las multitudes. Desconfío de la gente en bola, ya sea en estadios, calles, teatros o edificios. Me espantan las peregrinaciones, a Chalma o a Meca, los partidos de futbol y las playas atestadas. Prefiero andar a pie que ir en Metro y las fiestas concurridas me dejan melancólica y con ganas de escapar. Donde sea. En Francia se hace una fiesta callejera que se llama la Féte de la Musique, y cuando estuve allí, me abrumó, pisé y fui pisada, empujé y fui empujada. Siempre me imagino el infierno atestado, lleno de almas y diablos, sin espacio para sentarse a fumar un cigarro.
Sí voy a marchas. Soy mexicana y hay muchas razones por las que no puedo evitarlo, pero hasta estos días de foto, las únicas multitudes que me habían inspirado simpatía fueron las que conformamos los treinta millones que marcharon en vísperas del bombardeo de Bagdad, o los que participamos en las marchas antidesafuero y por el conteo de votos. En fin, que algo de misantropía y miedo mezclados me impiden apreciar lo que haya de bueno en una reunión gigante de personas. Pero esta foto me conmovió. A lo mejor es porque están desnudos, a lo mejor porque están felices, a lo mejor porque es en México y representan un alegre desparpajo que me regocija en el corazón mismo de este país mocho y persignado. Las imágenes distan mucho de ser estimulantes en el sentido sexual. Eran tantos, que se convirtieron en diminutas piezas de rompecabezas, en partes de una trama, de una textura
y sin embargo, en ningún momento se puede olvidar que son seres humanos.
Qué distinta me pareció la foto chilanga de las tomadas en otros países. Me imagino que influye la escenografía, el Zócalo, que se notó, en la variedad de matices que iba del blanco aspirina al café chocolate, que esta ciudad es mestiza. Porque en esta foto chilanga había muchísimas, desenvueltas, mujeres. Y reitero lo de chilanga, porque, y se me perdonará este ataque de amor por la patria chica, dudo que la ejecución de esta fotografía hubiera sido posible en otra ciudad de la República.
Se dice que ya nos acostumbramos a los encuerados gracias a las protestas de los Cuatrocientos Pueblos. También se dice que después del plantón, que una multitud se desnude y ocupe el Zócalo cuatro horas no nos hace ni pestañear, pero dudo que vaya por allí. No es por cansancio o hastío que la foto tuvo ese éxito inaudito, fue porque la ciudad manifestó, como lo hace a veces, su alegría y su frescura.
Platiqué con amigos que participaron. Dicen que valió la pena, que no les dio vergüenza y estuvieron felices. Los admiro, porque desde chica tuve la primitiva idea de que si alguien me veía encuerada, zas, adquiriría ipso facto un extraño poder sobre mí. Ignoro en qué consistiría ese poder, tal vez en la autoridad para decirme que tengo costillas de güiro, o cuerpo de pollo desplumado, pero yo no quería que nadie lo tuviera. No estoy sola en el mundo: mil veces por lo menos he atestiguado este intercambio: Mengano: "Pinche Fulano." Fulano: "Pinche tú, que naciste encuerado." Y todos los presentes asienten.
Un amigo muy visionudo me hizo esta recomendación cuando comencé a dar clases: "Si te sacan de onda, imagínatelos encuerados." Yo no sé de dónde sacó que imaginarse a los alumnos desnudos es tranquilizador. Yo no puedo, la sola idea me parece desleal. Mi amigo dice que soy una anticuada. Hace años, una mañana en una playa nudista del Caribe, fui testigo de cómo un mexicano les robaba la cartera y las chanclas a dos turistas alemanes, que a la sazón se remojaban en el mar. La persecución, sin chanclas ni traje de baño, fue imposible. El ladrón escapó muerto de risa. Esa alevosía acabó con mi incipiente nudismo, y se contrapone a la existencia de esta foto, y la armonía que rodeó su ejecución (aunque hubo a quien le robaron la ropa). Su visión me alegra porque me permite pensar en un país menos morboso y santurrón.
Me imagino que si en Semana Santa pusieran una de esas playas artificiales que tanto éxito tuvieron, pero nudista, disminuirían los pleitos entre capitalinos. Saldríamos de la playa convencidos de que, sin ropa, todos nos parecemos mucho más de lo que sospechábamos.
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