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Caro es el chasco
Antes uno tenía opción de decidir si le daba la gana ver anuncios: era cosa de pararse, sintonizar otro canal menos saturado de cantaletas de mole Doña María o el chaca-chaca de Ariel y santo remedio. Los canales, que entonces era decir Televisa y a veces, cuando antenas y equipos y presupuestos y abulia burocrática tremolaban armonías, también Imevisión, pero allí casi nadie se anunciaba, se fueron llenando de anuncios. Luego vendría la dizque competencia, el bipolio de las hidras ya con TV Azteca a cuadro, y los canales de México se saturaron hasta la náusea de esa publicidad que parece diseñada para engatusar babosos. Por breve tiempo reinó el control remoto y hasta se le inventó a la rebeldía su propio vocablo: zapping, que en mexicano suena a muy punitivo zape merecido por las voraces televisoras. Pero, ay, ejecutivo mata rijoso –o saturación mata quisquilla–, y pronto fue cambiar y cambiar de anuncio en anuncio, porque los programas se nos volvieron una rareza, un breve anhelo de amores o fechorías ajenos, de ver en qué chingados acaba, carajo, mi serie favorita antes de que me atasquen otros treinta y ocho anuncios de bienestar gubernamental, pañales o tintes para mi calva y roma testa. Ah
hete aquí la solución, frustrado televidente que padeces publicitofobia: la tele de paga. Ándele mijo, llévese a su casa su antenota, de aquellas de cuatro metros de diámetro que se robaban el jardín, tiraban con el primer aironazo el tinaco sobre la casa del vecino o te hundían el techo en pavoroso símil del terremoto del ochenta y cinco. Entraron raudas empresas al ruedo y multiplicaron la señal de la parabólica, que se empezó a multiplicar también en todas las azoteas de los barrios de la gente bonita, tal que si el duende Salinas de Gortari anduviera brincando de casa en casa. Y por un tiempo, entre las antenas de los ricos y las antenitas de los jodidos, más la televisión por cable, la cosa pareció funcionar. Era, decía, nuestro derecho a escoger y vimos que dios había inventado el libre albedrío y vimos que estaba bien.
TVjunkie. Rubén Bonet |
Algunos, llevados por la necesidad de información (sí, cómo no) o por la pura pedantería de ser los únicos primero, luego los primeros y finalmente otro chango del edificio en tener "tele para ricos", contratamos primero Direct TV, de tan triste memoria y pésimo servicio a clientes, y cuando esa empresa reventó migramos naturalmente, porque naturalmente no nos íbamos a quedar en televisivos calzones y no hubo de otra, a la bocaza abierta del monstruo y contratamos con SKY, que es decir Televisa, que es decir pan con lo mismo porque la historia efectivamente es cíclica como rueda de verdugo. Y con el tiempo perdimos y vimos que estaba mal, pero nos aguantamos porque peor es tener que ver a Bisogno. Ahora uno tiene televisión cerrada (más bien la televisión cerrada lo tiene a uno) y se sopla los mismos –y peores, porque los argentinos, caramba, deben ser como dicen que son por culpa de los publicistas argentinos– anuncios que la perrada en televisión abierta, pero pagando cuotas carísimas porque somos masoquistas o un programa subliminal nos ha convertido en zombis e inconscientemente sentimos esta como urticaria de pagar para que los dueños de televisoras y agencias publicitarias vivan como emperadores. Véase la programación de los sistemas de paga, cualquiera que sea la versión local de estas empresas perpetradoras de fiascos, porque
¿tú pagas por ver anuncios? Yo no, o eso creía. Casi dan ganas de traer a gobernar a don Hugo Chávez y declarar enemigas irredentas del pueblo a estas empresas cada que en lugar del programa que quiero ver, en lugar del programa que por cierto muchas veces ellos mismos anuncian en sus guías, aparece con el título paid programming, o sea, "programación pagada", un insoportablemente eterno anuncio de un extractor de jugos, o de una pomada para las nalgas aguadas, o el sauna portátil que me va a hurtar venturosamente esta linda barriga mía el día que incautamente regale a los anunciantes el código de mi tarjeta de crédito para que perpetren lo que, con sutiles diferencias, es una especie de secuestro exprés. A ver si la secretaría de comunicaciones, si la procuraduría del consumidor o cualquiera de esos organismos de gobierno a los que se suponemos interesadísimos en lo que transmiten las televisoras, hacen un feliz día de estos algo más que rascarse los burocráticos destos y ponen venturosas pezuñas a la obra. O que vengativas hordas de televidentes rabiosos se los demande.
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