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Ana García Bergua
A salto de garrocha
Es muy bueno que las autoridades estén decididas a convertir esta urbe en un primor, lejos ya de los delirios automovilísticos de los segundos y terceros pisos. Por todas partes leemos anuncios de futuros parques donde hoy hay páramos, disciplinados metrobuses donde campa el capricho humeante y tiránico de los minibuses, metros, incluso tranvías; vamos, que sólo nos faltarán los trenecitos de juguete para ser una ciudad de infinito encanto, con coros de extras dichosos. Yo lo encuentro estupendo: una de mis aspiraciones en la vida es volver a ser la peatona que fui cuando en esta ciudad se podía serlo. Dicha aspiración se confunde en muchas ocasiones, hay que admitirlo (la realidad es dura y la edad ya da un poco de susto), con la de tener un chofer, pero es que las fantasías suelen ser muy volátiles y recorren de un lado a otro la escala social con una facilidad asombrosa.
Pero la cosa es que las autoridades están decididas a convertir esta urbe en un lugar verdaderamente civilizado, y ya nos pusieron en orden a todos: que si el reglamento de tránsito con sus multas enormes y atemorizantes, que si las grúas insobornables que aceptan tarjeta golden o de la que sea, que si la promesa dorada de subirse a un transporte que no lo obligue a uno a practicar el equilibrismo del enfrenón fuera de horas y sin el equipo adecuado. Ahora también se regañará a los peatones que osen descender de su banqueta al arroyo y, supongo, cruzar el dicho arroyo por donde las aguas corren llenas de coches. Pues todo eso está muy bien. Lo malo es que ya me empecé a imaginar los atascos de peatones que suscitará dicha medida, atascos que excederán, me temo, el tamaño exiguo de la banqueta nacional promedio, sobre todo en los cruces y colonias de todos conocidos donde los peatones suelen arriesgar la vida. Pongamos por caso que un peatón no quiere, pues no sólo el reglamento de tránsito, sino su alta conciencia cívica se lo impide, bajar al arroyo, cosa que además como metáfora es tremenda si uno ha visto las suficientes películas mexicanas. ¿Deberá el esforzado peatón treparse al techo del puesto de carnitas, utilizando como primer peldaño el basurerito del puestero –con sus basuritas alrededor– y como segundo el tanque de gas? ¿Tendrá quizá que plasmar su huella bastante polvorienta en el capote del auto estacionado sobre la banqueta, trepando por la moto y el casco del repartidor de pizzas? ¿Habrá de cruzar a lomo de viene-viene o en brazos de valet parking las entradas de los restoranes? ¿O deberá prepararse, quizá, con una buena garrocha antes de salir de casa –y realizar el entrenamiento correspondiente en la azotea de su edificio cuidando de no caerse–, para saltar por encima de las construcciones, de los misteriosos hoyos que terminan formando parte del paisaje y en épocas de lluvia se anegan cual tostadas lagunas de nenúfares marca Sabritas? La cosa es dónde dejar la garrocha al llegar a la oficina. Me pregunto si el paso de ladito, con el cuerpo bien apretado al muro de anuncios y los pies mirando al norte para aprovechar los diez centímetros de banqueta que quedan en algunos lugares, se pondrá de moda en algún club nocturno como “paso egipcio”. En fin, todos esos son misterios que, unidos al de la Creación, no me dejan dormir.
Y es que otro de los grandes enigmas de esta ciudad, heredados de los pueblecitos de calle empedrada y banqueta minúscula y ornamental, es que las aceras tienden a desaparecer, como si fueran cosa de locos o de europeos. Como que una banqueta vacía, sólo para que camine por ahí la gente, da a muchos la impresión de desperdicio, de mercado abandonado. Y los peatones que sólo transitan, que caminan con la vista al frente y el bolso revoloteándoles alrededor, no falta a quien le parezcan clientes solitarios, necesitados de un juguetito chino que mirar, unos patitos amarillos de plástico por ejemplo, de unos cacahuatitos que comprar, unos aguacates para la merienda, o de plano cosa de estorbo, quítese de ahí que nosotros sí estamos trabajando (y eso incluye a los carteristas). Es una cosa cultural. También a las personas que construyen edificios los peatones les parecen una lata: si no va a vivir aquí, quítese o le echo el cemento en la cabeza. Y la gente que se dirige al metro y no quiere comprar nada afuerita, debe de verse sospechosa.
Por eso no me explico cómo le vamos a hacer los peatones (las señoras con chofer, si me atengo a mis extremas fantasías, no tendrán ningún problema) para acatar tan civilizada medida.
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