Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
El doctor Abad Gómez
IVÁN RESTREPO
Todo sobre mi padre
ESTHER ANDRADI entrevista con HÉCTOR ABAD FACIOLINCE
En el bosque de la poesía
RICARDO VENEGAS entrevista con JOSU LANDA
La comida en el cine latinoamericano
BETTINA BREMME
Biocombustibles: una encrucijada latinoamericana
GABRIEL COCIMANO
Tras las barras y las estrellas
AGUSTÍN ESCOBAR LEDESMA
Leer
Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGUELLES
Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA
Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA
Cabezalcubo
JORGE MOCH
Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Iván Restrepo
El doctor Abad Gómez
Cuando Héctor Abad Faciolince era un niño, la monja que le servía de nana le dijo que él se iba a ir al cielo porque rezaba todas las noches, mientras su papá se iría al infierno por no ir a misa. El niño le respondió que prefería irse al infierno con su papá, al que quería por sobre todas las cosas. Veinticinco años más tarde, el padre de Héctor fue asesinado por sicarios al servicio de paramilitares y la oligarquía de Medellín. Su pecado: luchar para que los pobres de su país no tuvieran su infierno en vida, en la miseria, la insalubridad y la falta de servicios básicos.
El lapso transcurrido entre la renuncia al cielo y el asesinato de su padre, le permite a su hijo, uno de los escritores más reconocidos de Colombia, contar la historia de su familia y detallar el gran mural que muestra la tragedia que ha vivido su ciudad, Medellín, y su país. Lo hace en un libro extraordinario, El olvido que seremos (Planeta editores) inexplicablemente poco difundido en México.
A muchos extrañará que un niño tenga de nana a una monja, seguramente perteneciente a alguna orden que ha hecho votos de pobreza y humildad, no como ocurre, por ejemplo, con los Legionarios de Cristo.
Resulta que la mamá de Abad Faciolince es sobrina del que fuera arzobispo de Medellín y, por circunstancias familiares, quedó bajo su tutela algunos años. Ese entorno familiar, extremadamente católico, no evitó que doña Cecilia, su madre, se casara con un médico progresista, lector de los clásicos, amigo de escritores, amante de la poesía. Que procrearan a cinco damitas y al niño que carga a cuestas ya varios libros exitosos; que fuera una familia feliz pero no exenta de dolorosos acontecimientos, como la muerte a los diecisiete años de edad, por cáncer, de una de sus hijas, Marta y, finalmente, la del doctor Héctor Abad Gómez.
En su libro, escrito con amenidad, sin rebuscamientos, su hijo nos cuenta los motivos y las circunstancias que rodearon ese asesinato.
Médico de profesión, entendió pronto que lo suyo no sería ni la cirugía ni alguna otra especialidad vinculada con quirófanos. Su vocación fue la salud pública, especialidad que en los años cincuenta apenas figuraba en los programas gubernamentales. Los médicos estaban para recetar, operar y curar, en el mejor de los casos. Y para hacerse ricos, si esto era posible. Prevenir las enfermedades en vez de curarlas, no cuadraba en una sociedad que, como la colombiana, hace los prestigios médicos en los consultorios, los hospitales de cinco estrellas y las salas de operaciones, y no entre los pobres.
Esa vocación se reveló en Abad Gómez siendo estudiante, cuando demostró a los integrantes del cabildo de su ciudad que la gente se enfermaba por tomar leche bronca y por falta de servicios, de higiene. Ya titulado, hizo parte de los pioneros que fijaron a nivel internacional las directrices de lo que debía ser una política de prevención de las enfermedades a través de la Organización Mundial de la Salud.
Más que a curarlas, el esfuerzo oficial y de la sociedad debía dirigirse a atacar el origen de las enfermedades. La principal de ellas, la pobreza, que la acompañan la falta de agua potable y alcantarillado, de alimentación adecuada, especialmente entre los recién nacidos y los niños. Son estos factores causa de numerosos males estomacales y gastrointestinales que ocupan el primer lugar como causa de muerte y enfermedad en el tercer mundo.
En la Facultad de Medicina de Medellín, Abad Gómez se desempeñó varias décadas como profesor, formando los cuadros que después atenderían en el campo y en las poblaciones a los que nada tienen. A la vez ofrecía propuestas para resolver los problemas de salud más urgentes. Escribía artículos donde denunciaba la marginalidad y la pobreza, participaba en política. Insistió siempre ante las instancias oficiales y los barones del poder que el mejor dinero invertido por el Estado era el dirigido a dotar de servicios básicos a los barrios marginales y al sector rural, a combatir la desnutrición y la falta de higiene.
Trabajar con los pobres, denunciar sus condiciones de vida despierta en muchos el deseo de luchar por erradicar esa injusta situación. Eso lleva a la defensa de los derechos humanos, el de la salud uno de los primordiales.
Pero esa defensa no es bien vista en muchos lugares. Y Abad Gómez se empeñó en buscar su vigencia en Colombia como dirigente de una asociación civil, escribiendo y denunciando en los diarios la desaparición, tortura y muerte de decenas de estudiantes, campesinos, dirigentes sindicales, luchadores sociales. Todos, como se revela cada vez más, a manos de los paramilitares y quienes desde el gobierno y los grupos económicos los patrocinan y protegen.
En la que ha sido la década más violenta sufrida por la ciudad de Medellín, la de los ochenta, disentir, exigir derechos bastaba para figurar como enemigo de las instituciones, ser tildado de comunista, simpatizante o colaborador de la guerrilla. Y candidato a ser asesinado por los paras .
Con exactitud, Abad Faciolince nos cuenta en su libro los días previos al asesinato de su padre a las puertas de la Asociación de Profesores Universitarios. Su nombre había sido boletinado un día antes como parte de una lista de los que serían muertos por su “apoyo a la subversión”. El doctor Abad creyó que era una amenaza más de las muchas que ya había recibido. No fue así. Otros dos integrantes de la lista lograron salvarse y salir al exilio: el doctor Carlos Gaviria, convertido el año pasado en digno candidato a la presidencia de Colombia por la sociedad que no cree en las soluciones de fuerza del presidente Uribe; y Alberto Aguirre, el columnista más certero de la realidad colombiana, escritor, promotor cultural, librero, cinéfilo. El propio Abad Faciolince también tuvo que exiliarse a sus veintiocho años de edad.
El pasado 25 de agosto se cumplieron veinte años del asesinato del médico, escritor y humanista. Su crimen quedó impune, como tantos otros, pero la voz ciudadana sabe muy bien quiénes lo ordenaron. Queda su huella, su trabajo en pro de derechos tan fundamentales como la salud y el disfrute de un ambiente sano. Y su llamado permanente a la tolerancia como principio de convivencia. El olvido que seremos (merecidamente el libro más leído y comentado en Colombia el último año) es un llamado a no olvidar, a exigir justicia. Siempre.
|