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Bergman
Aquella mañana, frente a los titulares de los periódicos que anunciaron la muerte de Ingmar Bergman, recordaría la tarde remota en la que, gracias al Canal Once de la televisión, no sólo tuve la que sería una de mis primeras experiencias televisivas, sino mi primer acercamiento a una película del director sueco: El séptimo sello (1956). Debe haber corrido el año de 1963 y yo debo haber tenido ocho años; Canal Once (como después también lo haría Radio Universidad para mis primeras experiencias como auditor de música) puso frente a mis ojos una visión inaugural de concebir el cine: la imborrable escena del Caballero jugando ajedrez con la Muerte, en una playa. La película era en blanco y negro, como la emisión cromática de esa lejana televisión. Creo que mi familia me observaba con algo de perplejidad, pues en lugar de haber sintonizado algún canal donde se transmitieran caricaturas, ahí estaba yo, embebido en las peripecias del Caballero que pretendía burlar a la Muerte en una ambientación medievalista que nada tenía que ver con la de las películas hollywoodenses. Y ahí estaba el final, con los personajes recortados sobre la cima de una colina, conducidos por la Muerte en una danza donde se igualaban las clases sociales, los sexos y las edades.
Ignoro cómo fue que conservé tan vivamente, antes de volverme adulto, el nombre del director y el título de esa película, aunque entiendo por qué se grabó en mi memoria infantil la esencia de El séptimo sello , puesta en imágenes y símbolos que yo creía percibir, así fuera de manera vaga. Después, no fue sino hasta que concluí el bachillerato cuando me reencontré con Bergman. Ahora filmaba en color y, desde Gritos y susurros (1972) hasta Después del ensayo (1982), fui persiguiendo su filmografía contemporánea, ya en el cine club del cuc , ya en la antigua Cineteca… Lo cual me llevó a explorar todo ese cine en blanco y negro anterior a Gritos y susurros .
En ese repaso asistemático, propio de un aficionado, fui reconstruyendo el otro cine bergmaniano: Un verano con Mónica (1952), Sonrisas de una noche de verano (1955), Fresas salvajes (1957), El rostro (1958), El manantial de la doncella (1959), El ojo del diablo (1960), Como en un espejo (1961), Persona (1966), La hora del lobo (1967) y El rito (1968). Claro que no he visto todas las películas de Bergman, pero creo haber tenido un acercamiento con su obra esencial, el suficiente para haber percibido su influencia en obras como Interiores (1978) o Manhattan (1979), de Woody Allen, y en su manera de penetrar en la complejidad de los personajes desde las intermitencias del rostro, o en la tensión producida mediante escenas aparentemente inocuas, como en una de Gritos y susurros : Karin, durante la cena, rompe accidentalmente una copa con vino, lo cual desata la ira de su esposo; más tarde, con un trozo de la misma copa, ella intentará automutilarse en un gesto de desprecio y provocación hacia su marido.
En los años setenta no eran infrecuentes algunos rumores que, sospecho, tenían más que ver con los deseos de los cinéfilos que con las verdaderas intenciones de los creadores: se llegó a comentar entre algunos “enterados” que Fellini y Bergman estaban en tratos para dirigir una película a cuatro manos. El “proyecto” nunca llegó a realizarse, pero aun suponiendo que ambos directores coincidieran en algunos elementos fársicos de sus respectivas obras, me parece que no hay nada tan alejado en la manera de hacer y entender el cine que los modos bergmaniano y fellinesco. Conociendo a Bergman, resulta mucho más fácil entender por qué éste apreciaba la obra de Tarkovski, mucho más cercano a la estética quietista e intimista del sueco que el italiano desbordado y más bien instalado en la commedia dell'arte .
Bergman había dejado de filmar en los últimos años de su vida, aunque eso no lo alejara necesariamente del cine ni de otras actividades intelectuales. Entre Crisis (1945), Los dos bienaventurados (1986) y Sarabanda (2005), fluyeron sesenta años de participación constante con la materia cinematográfica, incluidos los guiones que escribió para otros directores –como Liv Ulman, en Infiel (1998).
Bergman marcó a una generación de cinéfilos y a quienes se dedican al quehacer cinematográfico. Ahora que nos ha dejado físicamente, su obra es la que nos acompañará para enfrentar y descifrar las tortuosidades de un mundo cada vez menos ancho y más ajeno. Debo admitirlo: frente a Bergman, sigo siendo como aquel niño asombrado que veía, por primera vez y en la tele, El séptimo sello .
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