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– Al leer Treno a la mujer que se fue con el tiempo el lector descubre un tono elegíaco, ¿concuerdas con ello? – Claro. Es que la palabra “treno” actúa ahí como un sinónimo de la palabra “elegía”. Fue mi reacción, hace once años, a la muerte de quien entonces era mi esposa. Tuve que superar una etapa relativamente prolongada de silencio. Por cierto, encontré algo de conformidad en la traducción de Piedra de sol , de Octavio Paz, al vasco. Finalmente, cuando sentí que estallaba en ansias por expresar poéticamente lo sucedido, sólo tenía claro unos pocos puntos: tendría que ser un poema o una serie de poemas acordes con la tonalidad propia de la elegía y, para hacerlo de manera satisfactoria, convendría acercarse a la sombra de la gran tradición clásica en el género. Aunque, desde luego, ese acercamiento tendría un carácter crítico, en lo posible renovador, no seguidista, no como simple reproducción de los antiguos modelos de discurso ante el fenómeno de la muerte. Sin proponérmelo del todo, el treno se fue dotando de una arquitectura que se corresponde con diversos momentos de la experiencia de la agonía y la muerte a la que se refiere el poema. Al final, como detalle curioso y totalmente inesperado, resultó que el conjunto del texto constaba exactamente de 365 versos. Mi querido maestro y amigo Sergio Fernández, uno de los primeros y más profundos lectores del poema cuando salió hace diez años, me señaló que eran los días del duelo, tomando en cuenta que normalmente éste suele durar un año. –¿Qué importancia le atribuyes a la experiencia vital, a la vivencia, en el acto creativo? – Soy de la opinión de que la experiencia es la base de la autenticidad en la expresión. Es lo que le da contenidos creíbles a la expresión poética. – Decía Novalis que el hombre cuando sueña es un dios y al despertar un miserable, ¿qué valor tiene la poesía en el mundo de hoy? – Pienso que el hombre moderno ha optado por ensimismarse, por el solipsismo. No se trata de una decisión colectiva deliberada, sino de una tendencia espiritual y cultural que se mueve como por inercia. Lo que priva es el egotismo y una mediocre relación con un mundo, de cuya entidad sólo tenemos las dudas inoculadas por Descartes y que se han ido acendrando. No creo que responda a un arrebato de decadentismo apocalíptico sospechar que, en todos los siglos de la era moderna, ese ensimismamiento raigal y esa miseria espiritual con que descreemos de un mundo que para los antiguos era absolutamente real y sagrado, ha llegado en nuestros días al colmo de la barbarie. Contra ciertas interpretaciones, este fenómeno evidencia una tremenda derrota del más genuino humanismo. Yo coloco a la poesía en ese contexto. Me parece que es una de las pocas posibilidades que tiene la gente sensible de intentar rebasar los límites de la subjetividad moderna; o sea, de superar el solipsismo a que se ha visto reducido el sujeto contemporáneo, quienes habitamos y constituimos el mundo presente. – Naciste en Venezuela y creciste en el País Vasco, sin embargo, tu obra se ha desarrollado en México, ¿cómo convives con los poetas mexicanos de la generación de los cincuenta, te sientes parte de ella? – Digamos que ciertos horrores de la historia política del siglo xx me alcanzaron un poco más que a otros –también menos, sin duda– y eso hizo de mí un extranjero total. Tengo esta conciencia desde niño, porque ya en las zonas petroleras de las sabanas orientales de Venezuela los demás niños y muchos mayores me señalaban como un “musiú”, la palabra más usual, en los cincuenta, para nombrar despectivamente a los emigrados y sus descendientes. Cuando mis padres me enviaron, junto con mi único hermano, al País Vasco, para educarnos en su misma atmósfera y para estar mejor preparados ante la siempre esperada, eternamente inminente y nunca cumplida caída del franquismo, éramos los venezolanos, los americanos. Y, por supuesto, aunque ya llevo aquí, en México, veinticuatro años y soy mexicano por decisión propia, para la gente sigo siendo venezolano o vasco o las dos cosas a la vez, según la circunstancia. En ningún momento me he sentido rechazado en ningún país. En México sólo he conocido hospitalidad, comprensión y solidaridad y nunca podré agradecerlo lo suficiente. Tengo excelentes relaciones con los más reconocidos exponentes de la generación de los cincuenta en México –e incluyo con quienes viven aquí, pero vienen de otros países. Lo mismo digo respecto de algunos de los mejores poetas mexicanos de otras generaciones. |