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Billy Wilder: pasión por lo grotesco
Augusto Isla
A Maricruz Castro,
que mucho sabe de estas cosas
Gloria Swanson en una escena de
Sunset Boulevard, 1950 |
Uno de mis maestros de literatura en la escuela preparatoria era una de esas plantas raras que crecen en la provincia mexicana. Devoto de la Virgen María, era también compadre, socio y amigo de una conocida meretriz; le gustaba además enredarse como defensor de causas criminales difíciles en las que solía tener éxito gracias a su astucia y a sus influencias, pues dirigía el periódico más importante de la localidad. En varias ocasiones, tal vez sin ton ni son, aquel abogado temido y corrupto, nos habló con vehemencia de la película Testigo de cargo sin mencionar al director ni a Agatha Christie, en cuya novela se basa el relato fílmico. En cambio, su comentario destacaba la profunda admiración de Sir Wilfrid Robarts, el irónico penalista, defensor en este caso de Leonard Stephen Vole, presunto homicida de Emily French, una mujer rica y solitaria, entrada en años.
Charles Laughton interpreta a Robarts en la película y, acaso por algunas afinidades secretas con aquél y las habilidades forenses de éste, mi maestro hacía de ambos –actor y personaje– una sola criatura. Aquel hombre, de buena memoria, nos desmenuzó la trama: los interrogatorios, el desparpajo de Robarts jugando con sus pastillas mientras transcurre el juicio, seguro de su triunfo, hasta que Christine Helm (Marlene Dietrich), la mujer de Vole (Tyrone Power), quien resulta no ser su esposa por una de esas tantas truculencias de Christie, asume el papel de testigo de cargo; pero dejó en suspenso el desenlace del cual vine a enterarme años después: Robarts consigue que el jurado declare inocente a Vole, pero no tanto por su destreza cuanto por el ardid de Helm, pues ésta escribe una serie de cartas a su supuesto amante de nombre Max a quien le confiesa la culpabilidad de Vole quien, una vez condenado, quedará libre. Las cartas llegan a manos de Robarts cuando una misteriosa mujer, rival de amores de Helm, se las vende por unas cuantas libras. Entonces, Robarts pide al juez que se reabra el juicio y Christine confiesa que, en efecto, ella las redactó. En ese momento, la prueba se desvanece y el jurado resuelve la inocencia del homicida, cuyo móvil ha sido cobrar el legado de 80 mil libras que le ha dejado la pobre vieja.
En la sala ya vacía, Helm descubre a Robarts el tramado del engaño y abraza a Vole. Pero, justo en ese instante, aparece una hermosa muchacha con quien Vole piensa huir en un crucero para disfrutar la herencia; presa de la ira, Helm saca un puñal y lo hunde en el vientre de Vole en las mismísimas narices de Robarts quien, fríamente, sentencia: “No lo mató, lo ejecutó”, y se dispone a preparar su defensa. Un relato perfecto para Billy Wilder, para ese cerebro tan bien dotado para narrar historias con imágenes, aunque esto sea apenas el género próximo de una definición, pues la diferencia específica, por decirlo así, es el tono malicioso de su narrativa.
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SU VERDADERO NOMBRE ERA Samuel. Pero su madre lo llamaba Billy, quizás porque vivía cautivada por Nueva York, o porque a él mismo le obsesionaba la figura de Bufalo Hill. Nació en Sucha (1906), una población cercana a Viena, en el seno de una familia judía. Niño inquieto y malévolo, creció en la capital del Imperio Austro-húngaro; en su juventud practicó el periodismo en Berlín, de donde partió a París y después a Hollywood, huyendo de la barbarie nazi: “Yo vine porque no quería estar en un horno”, declaró alguna vez. Durante años se ganó mediocremente la vida; sus ingresos apenas le alcanzaban para compartir una habitación con Peter Lorre. Pero Wilder nunca se resignó; el guionismo era poco para su genio: “Uno debe recordar, como guionista, que nadie va a leer lo que escribe. Por eso me hice director.”
Con Jack Lemmon |
Infiero de su listado de películas favoritas que Wilder, en este período de simple guionista, reservaba un lugar muy especial a Ninotchka (1936), una sátira antisoviética cuyo rasgo más sobresaliente es la presencia de Greta Garbo como actriz de comedia, en el papel de una camarada rusa que viaja a París por una encomienda burocrática y acaba cediendo ante los encantos de León d'Algout (Melvyn Douglas), un insulso aristócrata. El guión, obra también de Charles Brackett y Walter Reisch, da soporte a la magnifica dirección de Lubitsch, a la dentadura perfecta y las piernas torneadas de Garbo, cuya indumentaria viriloide no logra eclipsar su rotunda feminidad. Rendidos los ojos ante la belleza y el misterio de la diva, Wilder puso seguramente todo su empeño en un guión a la altura de su admiración: “Podías leer en el rostro de Garbo todos los secretos del alma de una mujer”, dijo en alguna ocasión.
De aquellas penurias del migrante que fue nos habla en El ocaso de una estrella (Sunset Boulevard, 1950) a través del personaje de Joe Gillis, el joven amante de Norma Desmond (Gloria Swanson): un alter ego a medias, pues ni tenía la apostura de William Holden y tampoco creo que se haya prostituido en los brazos de alguna diva decadente; en cambio, el personaje sugiere su modo de trabajar los guiones, asociado a otros: I. A. L. Diamond, Charles Brackett, Raymond Chandler y otros. Esos años como guionista fueron, pues, difíciles: de hambre, pero también de aprendizaje.
Lubistch le enseñó, entre otras cosas, a burlar la censura con su toque insinuante; refiriéndose a su maestro, Wilder decía que “era capaz de sugerir más a través de una puerta cerrada que otros directores con la bragueta abierta”. Así, todo está dicho acerca de la intimidad cuando Joe Gillis sale de la piscina y Norma le pasa suavemente la toalla por la espalda.
Tomemos en cuenta que Joe Gillis, guionista fugitivo de sus acreedores, llega por azar a la mansión ruinosa de Norma Desmond, otrora estrella del cine mudo, que lo confunde con un agente funerario, a quien ella espera pues ha de entregarle el féretro para dar sepultura a un chimpancé, su compañía. Aclarada la confusión, a Norma le viene de perlas saber que él es guionista y, literalmente, lo atrapa, primero como corrector de un guión –el relato bíblico de Salomé– que ella ha escrito, por lo visto atropelladamente, para volver al cine, y después como amante, aunque tal metamorfosis apenas sea sugerida por Wilder ya en el sofá, cuando ella le acaricia la frente mientras él, indiferente, mira acaso hacia el vacío de su existencia, ya en la secuencia de la piscina, como dije.
Con Shirley MacLaine durante el rodaje de Irma la dulce, 1963 |
Como director, Wilder recibió su primera gran oportunidad en Perdición (Doble Indemnity, 1944) y la aprovechó cabalmente. Acerca de esa película, Woody Allen ha dicho que es “la mejor película hecha jamás”. Tal vez se trata de una hipérbole, pero lo cierto es que la historia de Walter Neff, (Fred McMurray) un vendedor de seguros que se alía con la bella y coqueta Sra. Dietrichson para despacharse al marido de ésta y cobrar el seguro, es un relato fascinante, contado por aquél a manera de confesión y a punto de suicidarse. En este relato, como en otros, Wilder se adentra en vidas inscritas en situaciones límite: la de Walter Neff, atrapado por la pasión que lo conduce al crimen; la de la propia Norma Desmond, que asesina por la espalda al guapísimo amante cuando éste, recobrada su dignidad, decide abandonarla; la de Don Brinam en Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), abismado en la compulsión alcohólica; la de Charles Lindbergh, quien llevado por el heroísmo solitario, cruza por primera vez el océano Atlántico en aquel avioncillo bautizado como el Espíritu de San Luis en The Spirit of St Louis (1957).
Sin embargo, no fueron la pasión, la muerte, la soledad, sus temas. Podía ser cualquier asunto que compensara su estado de ánimo. “Salto de un lado a otro como una pieza de ajedrez, siempre con proyectos distintos.” Lo que caracteriza su quehacer cinematográfico es ese acento satírico impreso en todo lo que tocaba, ese afán de desacreditar virtudes aparentes, de burlarse de todo. Pues Wilder era en el fondo un escéptico, un hombre que nunca creyó en las bondades de la sociedad que le dio hospedaje, ni menos aún en Hollywood; percibía su podredumbre, sus crueldades, de las que pocos y pocas han logrado librarse. ¿O acaso la Garbo ha sido la única que ha podido escapar, libre de amargura, de la lente, sin permitir el registro perverso de sus arrugas?
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EN SU LIBRO YA CLÁSICO, Lo grotesco, Wolfgang Kayser explora el sentido de este concepto estético fundamental y su andadura histórica: de los híbridos disparatados de la pintura ornamental antigua hasta sus versiones modernas en pintura y literatura, pasando por los grotescos de Rafael, las visiones del Bosco y Bruegel, los enanos de Velázquez, las estampas de Goya. El vocablo transita del sustantivo al adjetivo, pero siempre alusivo a seres fantásticos que contravienen las ordenaciones racionales, a un mundo deformado y absurdo que suscita la risa. Grotesco es sinónimo de extraño, caprichoso, ridículo, y se extiende a lo demoníaco y macabro. Pues bien, veo en el cine de Wilder esta marca estética, trátese del relato negro o de la comedia, su género favorito; se entretiene y entretiene con un agudo sentido de lo grotesco. Sus comedias se basan más en la ironía y la mordacidad que en el humor.
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Vladimir Jankelevitch ha establecido con claridad esta distinción: en el humor sobresale un matiz amable –que niega el ironista–; en la ironía mordaz priva una malevolencia y una especie de amarga impertinencia. El humor va unido a la simpatía: es “la sonrisa de la razón”; en cambio, a la ironía le acompaña un sentimiento de desprecio. Habrá quien prefiera el humor a la ironía. André Compte-Sponville es uno de ellos; en su Pequeño tratado de las grandes virtudes no deja de exaltar el humor como virtud individual, pues “carecer de humor es carecer de humildad, es carecer de lucidez, es carecer de ligereza, es estar demasiado engreído, demasiado engañado respecto a uno mismo”. Y tiene razón. Pero desde una perspectiva sociológica, sociedades como la estadunidense o como la nuestra necesitan genios cabrones: Woody Allen en aquélla, Carlos Monsivaís en ésta, compensan soberbia y corrupción colectivas. Así, humor e ironía navegan juntos en la conversación lúdica de Wilder, en un temperamento como el suyo tan dado a la burla y al distanciamiento, rasgo esencial de lo grotesco.
En El ocaso de una estrella, es un muerto flotando en la piscina quien asume el papel de sujeto narrativo; lo grotesco proviene aquí de la dimensión macabra del relato. En esa misma película, por lo demás trágica, lo grotesco interviene en las gesticulaciones ridículas de la actriz envejecida, en su soledad mitigada por la compañía de un simio, en la inaceptación de su edad –“el problema no es tener cincuenta años sino querer parecer de veinticinco”, le dice Joe a Norma, la luminaria del cine mudo que, olvidada, aún divaga en la cúspide de su carrera perdida en aquella mansión poblada por los fantasmas de ella misma–; en fin, inunda todo su entorno: la cama en forma de góndola dorada, el lujoso coche descapotado, cuyas vestiduras están cubiertas de piel de leopardo, las ratas deambulando en la piscina vacía… llega a Max (Erick von Stroheim) el marido que la inventó convertido en su criado, cuya impasibilidad esconde el alacrán del amor que lo envenena … y en el propio Joe Gillis que no deja de ser, pese a su radiante virilidad, un “perro extraviado”, un hermoso reemplazo del chimpancé. La categoría estética del grotesco se corresponde con la ética; los personajes principales de la historia son profundamente desdichados: Norma es una “pobre infeliz mujer” reclusa en el monumento funerario construido en sus tiempos de gloria; Gillis, un guionista frustrado; Max, un sirviente envilecido. Los personajes secundarios no escapan del esperpento: los amigos de Norma, entre otros Buster Keaton, se asemejan a cadáveres, a “invitados de cera”… incluso Cecil b . de Mille, que aceptó figurar en la cinta por una buena cantidad de dólares, aparece como un cineasta pedante dirigiendo actores como marionetas en ridículos escenarios de cartón.
Y qué decir de sus comedias habitadas por personajes torpes, mediocres, patéticos, o bien, por parejas absurdas. En La comezón del séptimo año (The Seven Year Itch, 1955), Richard Sherman (Tom Ewell) empleado anodino de una empresa editorial que se queda solo en su departamento cuando su mujer y su hijo se van de vacaciones, tropieza con los patines del niño, comete toda clase de yerros e intenta seducir a una vecina (Marilyn Monroe), pero vacila y, al final, sale huyendo de ella sin un zapato para llevarle un remo al pequeño. En Some like It Hot, (1959), dos músicos, Joe (Tony Curtis) y Jerry (Jack Lemmon), transformados en Josephine y Daphne, se integran a una banda de chicas jazzistas para huir de unos gánsters, autores de una masacre de la que han sido testigos, pero el travestimiento es de tal suerte obvio que nunca lo creemos, más aún si lo contrastamos con la exhuberancia femenina de Sugar (Marilyn Monroe, otra vez). En The Apartament, (1960), la más laureada de sus obras, Wilder nos cuenta la historia de Buddy Baxter (Jack Lemmon), mediocre empleado de un corporativo, quien, para ascender, presta el departamento a sus jefes para encuentros íntimos. En La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life Of Sherlock Holmes, 1970), el celebre detective (Robert Stephens), resulta ser drogadicto, misógino y, a tal punto errático en su lógica deductiva, que está a punto de comprometer la seguridad del Reino Unido. Y en las comedias “románticas”, a Andrey Hepburn sus parejas –Gary Cooper en Amor al atardecer (Love In The Afternoon, 1957), y Humphrey Bogart en Sabrina (1954)– le doblan la edad. Caricaturas del amor romántico, exacerbación de los estereotipos que Wilder lleva al extremo en Irma la dulce (Irma la douce, 1963), mostrándonos a París como centro de prostitución, a Irma (Shirley Melaine) como la puta de quien se enamora Nestor (Jack Lemmon), un guardián del orden que hace lo imposible por obtener su fidelidad: caballero millonario durante el día, destazador en un mercado durante la noche; casto pagador y padrote a la vez.
En este sentido, las comedias de Wilder son dramas: dramas cómicos; y los dramas, comedias, nos hacen reír y, al propio tiempo, nos conmueven: Baxter cuando espera en la calle a que el infiel en turno concluya su aventura sexual; la rubia tonta, vecina de Sherman, cuando identifica la música clásica por la ausencia del canto; Norma Desmond cuando lloriquea por el desamor de Gillis… Wilder se divierte y fustiga: la comedia deviene en la estrategia de su crítica social, es el instrumento discursivo de su “mala leche”. No perdona nada ni a nadie; llega hasta el mismo Hollywood, ese demiurgo de ilusiones y deidades creadas con su magia para pronto destruirlas con helada saña. Es Hollywood el verdadero personaje de El ocaso de una estrella, donde “todo es falso…sólo son espejos”. En la demografía espiritual de Wilder predomina la población desquiciada: la visión del mundo como un manicomio cuya más acabada expresión es el delirium tremens de Brinam en Días sin huella, cuando imagina un murciélago y una rata salir del muro frente al cual ha consumido la botella de licor.
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WILDER PERTENECE A ESE selecto grupo de cineastas europeos refugiados en Estados Unidos: Fred Zinneman, Otto Preminger y quizás el más culto y elegante de todos: Douglas Sirk, gran maestro del melodrama americano, aunque a él no le gustara esa palabra, pues al drama le faltaba el melos, es decir, la música, y que nos legó obras imperecederas como Written On The Wind, All That Heaven Allows, Imitation of Life, cintas de aguda crítica social centrada en el juego antinómico de caracteres: la fuerza y la debilidad, la firmeza y la duda, la virtud y la descomposición moral, la tolerancia y los prejuicios, principalmente raciales. Y dentro de ese grupo que le dio profundidad al cine de Hollywood, está, por supuesto, Wilder, cuyo genio aportó el tratamiento original de lo grotesco; sus películas son ejercicios lúdicos, saltos de piezas ajedrecísticas, travesuras de punta a cabo; sus desenlaces mismos dan cuenta de esa explícita ludicidad: en la última secuencia de The Apartment, los protagonistas, que se conceden una oportunidad, juegan a las cartas; en The Fortune Cookie, corren pasándose uno al otro el balón de futbol americano. Ya en la vejez, Wilder recordaba: “Hacíamos películas; ahora se hacen negocios.” Tal vez esta afirmación no sea del todo justa, pues el cine ha sido siempre un negocio: de otro modo no podríamos explicarnos la vida lujosa de empresarios, directores, actores. Pero admitámosla en el sentido de que, al hacer cine, Wilder se divertía, practicaba una actividad libre sin el ánimo de lucro, por el solo agrado, sin pensar en la consecuencia utilitaria: jugaba. Lo grotesco no es en Wilder una visión deformada de la realidad; es el fiel reflejo de la demencia colectiva. Es la realidad vista desde la lucidez. Wilder se anticipa a lo que Gilles Lipovetsky llama “la hipermodernidad”, ese paisaje humano donde los individuos se preocupan por su cuerpo, obsesionados por la higiene y la salud. Basta recordar a Richard Sherman, el personaje de La comezón… midiendo la ingesta de calorías y dando la batalla personal contra el tabaquismo. Y si por un lado los individuos se someten a toda clase de irrisorias prescripciones sanitarias, por otro, como lo observa el sociólogo francés, proliferan las patologías y los excesos, como son los casos de Don Brinam en Días sin huella, desgarrado por el apetito alcohólico, o Walter Neff en Perdición.
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MIENTRAS ESCRIBÍA ESTE ARTÍCULO hice un pequeño experimento. Pedí a un amigo que reuniera a sus hijos y sus amigos –muchachos entre los diecisiete y veintidós años– para ver dos películas de Wilder. El resultado me entristece. Wilder no logró captar su atención, a pesar de sus premisas seductoras, de su narrativa fluida, sin parpadeos, de sus tramas tan verosímiles y bien cuidadas atmósferas hasta en los mínimos detalles sonoros y olfativos: la música de “ Isn't romantic” en Sabrina, de “ Fascination ” en Amor al atardecer; el olor a madreselva en la calle evocado por Neff en Perdición.
Con Marilyn durante la filmación de
La comezón del séptimo año |
Acostumbrados los jóvenes a un cine violento, a los efectos especiales, a la obviedad, nada les dijo el estilo de Wilder, sobrio, sin grandes movimientos de cámara, rico en símbolos a pesar de que él declaraba que su intención era contar historias con una simplicidad absoluta –sólo pienso en esa secuencia de El ocaso… en la que Joe Gillis aparece en un primer plano simbolizando el presente mientras Max se disuelve en el fondo representando el pasado lejano, o en lo que puede significar como metáfora devastadora la relación entre una diosa y un simio. Sin duda, pese a la amplia difusión comercial de los clásicos del cine, la música, la literatura y el propio cine, estos días no son muy propicios para su comprensión y goce. Poco le importa al público de hoy la habilidad narrativa, la sutileza de los desenlaces, todo aquello que tuvo que hacer Billy para burlar la censura, para imponer su genio.
En la percepción común, sería simplemente un cine para viejos, que es otra manera de llamarle a una sensibilidad sin sentido de la historia, del genio y del carácter: “Renoir no pintaba con los dedos, pintaba con los güevos… así se hacen las películas.” Como los clásicos, que hoy envejecen irremediablemente, yo también envejezco; voy muy poco a las salas de cine; me desquician los teléfonos portátiles, el cuchicheo de un público que no entiende nada.
Aquel maestro a quien me he referido llegó a ser rector de la universidad donde estudié la licenciatura. Mi presencia le incomodaba y optó por desterrarme con el argumento seductor de una beca. Siempre le estaré agradecido por ese destierro que me permitió doctorarme, pero sobre todo por esa rendija que abrió para asomarme al mundo de Billy Wilder, una personalidad extraordinaria dentro y fuera del cine que, como alguien dijo, “de no haber existido habría que inventarlo”.
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