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Estupefacto en la FIL
JORGE MOCH
Asistentes a la Feria Internacional del Libro, 2007 |
En la espléndida Feria Internacional del Libro de Guadalajara se puede leer, ver y escuchar materialmente de todo. De la desmesura abigarrada hasta la sobriedad y la coherencia discursivas. Del desmadre a la solemnidad. De libros, de música, de teatro y de artes plásticas o alternativas, porque la Feria se ha derramado fuera del recinto primigenio y anda en teatros, galerías, conchas acústicas y parques; la FIL es como inmenso perol de sopa con un sabor diferente para la cuchara de cada quien. A muchos nos sigue pareciendo deliciosa, exótica y picante, aunque también están los paladares que la consideran bazofia amarga y obliterante símbolo de cómo los libros pierden el rumbo. Ésta, la de 2007, ha tenido otra vez de todo y un pilón de más. A falta de príncipe asturiano para solaz entretenimiento de los cazadores de farandulerías como el año pasado, para abrir boca se obtuvieron politiquerías con la visita del tlatoani de Morelia: la inauguración de la Feria le puso lo suyo al color local cuando Felipe Calderón se apersonó casi de improviso y, desquiciando la logística de la Feria y la vialidad tapatía con su ejército de guaruras y soldados vestidos de civil, la Expo Guadalajara fue tomada por asalto, retrasando la entrada de asistentes al recinto (y cancelando la salida de quienes tenían otra cosa que hacer). Afuera, muchos esperábamos al rayo del sol que el presidente de las imposiciones truculentas, de quien desconocíamos el afecto a los libros, migrase para que por fin dejaran a unos entrar y a otros salir. Se dice que la presunta bibliofilia presidencial mostró las palmas cuando, entre otros, Felipe se llevó desde luego algo de García Márquez o Fuentes o Del Paso, porque ha de tener asesores menos tarugos (o siquiera existentes) que los de su antecesor, pero que el que realmente apretaba entre sus manecitas era un libro de autoayuda. Signo de los tiempos, pues.
Por fin escurrido el bulto por el presunto presidente, pudimos entrar a la que este gordo ridículamente sensiblero ha dado en llamar la prodigiosa feria de todas las cosas. Pero es que la Feria , tan vilipendiada, ponderada, restada y vuelta a sumar por demasiadas e ignoradas opiniones sigue siendo un fenómeno que acepta cauda adjetival: circense, desproporcionada, neofenicia (ese es de Leonardo Da Jandra), erudita, políglota, multirracial, atascada, maravillosa o, como dicen mi amigas Verito y Ceci, que son señoras tapatías y fresas con destellos de exquisita vulgaridad, inmamable. No obstante, la Feria es.
Sólo en la FIL se encuentran casi todos los autores. Sólo en la FIL sus lectores serán capaces de encontrarlos dispuestos a las multitudinarias firmas de sus libros. Sólo en la FIL podemos los lectores escuchar de viva voz cómo es la cocina literaria de un autor cuyo trabajo nos resulta fascinante o repulsivo. Sólo en la FIL podemos los autores esnobear en forma, hacer corrillos, beber y comer como si se tratara de una competencia de ágapes, hacernos confidencias, tramar libros o ediciones y corretear a editores y agentes literarios. Sólo en la FIL se consiguen ciertos descuentos o se abre la chispeante posibilidad de robarse un libro, deporte en el que me confieso un auténtico baboso llenecito de miedo pero en el que hay verdaderos artistas de la prestidigitación a quienes desde aquí profeso una sincera y respetuosa admiración (siempre que el botín sea literario, cabroncitos). Si para los lectores compulsivos hay un paraíso y un infierno, en la FIL se acrisolan ambos en todas sus intensidades y mezclas, tal que caldero de bruja. ¿Libros? Todos. Absolutamente todos. Representaciones gremiales de México, Colombia, Chile, España y en España Andalucía, Cataluña, Galicia y también Cuba, Argentina, Costa Rica, Panamá, Venezuela, Perú, Canadá, Alemania, Francia, China, Japón, Estados Unidos, Brasil, República Dominicana y desde luego Italia, invitado de honor desde Dante y Darío Fo hasta Croce, Fallaci, Tabucchi, Svevo, Lampedusa o Eco para el libresco aquelarre redivivo del año que entra. Distribuciones de libros rusos, coreanos, daneses, australianos... El paraíso. Pero los precios, a propósito del venidero Alighieri... El infierno. Desgraciadamente los libros se van convirtiendo –y no es metáfora– en objetos de culto para colocar en vitrina, porque están carísimos y cada día más aunque no faltan los ascetas iluminados a los que el ayuno regala bonitas alucinaciones como la demergida instauración en México del precio único del libro, o que un gobierno de derechas va a descongelar la Ley del libro, vetada por ese ecléctico y sesudo lector que resultó ser Vicente Fox y remachada por ese personaje, digo, lector de historietas que parece ser Felipe Calderón, quien a la hora de cortar el listoncito (precisamente cuando fingía no darse por enterado del desgarriate que su sola presencia había causado en un recinto en que no precisamente abundaron muestras de apoyo a su persona) se arremangó los culturales destos y prometió, vieja canción de cuna de nuestra intelectualidad orgánica, que ora sí, el fomento al libro es lo de hoy. Ajúa y hasta no verte, my dear Jesus.
Pero es sólo en la Feria , hermosa y humana a su modo, que podemos sumarnos al regocijo de ver, verbigracia, a don Fernando Del Paso pasarse por triunfal y no tan metafórico arco las colegatarias pretensiones de los herederos y leguleyos que porfían en hacer del talento, del talante, de la obra y el pensamiento de una de las más laberínticas inteligencias mexicanas y universales como fue Juan Rulfo su propia marca personal de agendas, calzado, galletas, artesanías o lo que sea para lo que se quiere meter su nombre a la congeladora y disociarlo, según parece, de lo que fue uno de sus más grandes motivos para existir: la literatura. Es sólo en la Feria que podemos reunirnos a escuchar las emocionadas palabras que a veces se convierten en ignívomas arengas del mismo Del Paso, de Carlos Fuentes, de Ernesto De la Peña este año como en años anteriores hemos podido abrevar de la palabra viva de José Saramago, de Enrique Vila Matas, de Ernesto Cardenal, de Hugo Gutiérrez Vega o reír con las ocurrencias, la cuidadosa antisolemnidad de Guillermo García Oropeza, Xavier Velasco, David Toscana, Guillermo Fadanelli, Armando Vega Gil. Sólo en la FIL podemos ser partícipes de laureles ajenos como los que este año coronan, además de a Del Paso, a Élmer Mendoza, Christian Bourgois, don Ernesto De la Torre o Tununa Mercado…
Este año el plato fuerte ha sido Colombia, la del vallenato, la ex de Pablo Escobar. La de García Márquez, inevitablemente, pero también y aún más la de Álvaro Mutis desde su gavia literaria, la de William Ospina y sus andanzas conquisas con el aventurero Pedro de Ursúa; la Colombia intransigente de Fernando Vallejo y la tolerante, de Jorge Franco. Colombia, la del español mejor cantado cada que un colombiano habla.
Fotos: archivo La Jornada |
Si la convocatoria ecuménica de autores y editores es de las proporciones aquí atropelladamente descritas, multiplique usted por catorce la composición del público variopinto, desde señoras de alta sociedad, elegantes y severas esposas o parientas de esos escritores que son auténticas instituciones y leyendas culturales, hasta el hormiguero de adolescentes ruidosos, las más de las veces auténticos analfabetas funcionales que hacen dudar de que la diferencia entre humanos y primates sea apenas una centésima de cromosoma y que difícilmente se interesan en un libro que no sea de Yordi Rosado o algo que un furibundo y frustrado profesor de Español les ha exigido para que entreguen, aunque sea ininteligible y enrevesado, algo parecido a un informe, pero cuya presencia en la Feria mucho tiene sin duda de esperanzador. Si de cien mil chamacos de secundaria y prepa (o doscientos mil, o los que sean) sale una centena de lectores de literatura, la Feria se anotará el más importante de todos sus éxitos: la consecución de futuros lectores. La Feria da para tanto que hasta para quienes no tienen el menor interés en los libros hay algo, como esos cinco patanes que descubrí acodados en un barandal, escupiendo a quienes pasaban debajo y soltando más baba cada que tuvieron cerca una de esas edecanes que tan malos pensamientos concitan.
Allí la Feria, señores, pásenle y queden estupefactos ante esta bestia mítica de libros como escamas, este dragón maremagno, polifónico, transcultural y tentacular hasta la locura; una Gran Marcha China y Éxodo en uno de pasillo a pasillo, de una casa editorial a otra entre todas: diáspora total que se derrama por los pasillos siempre atestados de algo o de alguien. Un mercado demencial, acromegálico tianguis último del raciocinio y la expresión humana del que por fin sale uno exangüe, desahuciado, zombi ahíto de pies remolidos, pero seguro de que antes de un año el síndrome de abstinencia morderá la glándula de la voluntad y volveremos a esperar con ansiedad mal disimulada, negándola, maldiciéndola, criticándola, la hora de volver al dulce, tumultuario tormento de la prodigiosa Feria Internacional del Libro de Guadalajara, la mejor aventura del intelecto mexicano y mundial. Haiga sido como haiga sido pues'n.
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