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Que Calderón tocara la jarana
Nos gustaría que Felipe Calderón tocara la jarana, la guitarra al menos. Que supiera lo que se siente al rasgar las cuerdas de un acorde mayor, de uno menor, de un dominante alterado (incluso sin saber de qué se trata, como le pasa a muchos jaraneros extraordinarios que hacen cultura). También nos gustaría que escribiera poesía, Felipe Calderón. Que supiera de la lira y de la égloga, que trazara endecasílabos perfectos sobre los atardeceres de una estatua. O que pintara cuadros, nuestro presidente, con la ira de quien pierde algo querido. Nos gustaría, también, que bailara con la convicción de quien tensa los hilos de su cuerpo en favor de otras gravedades; que de vez en cuando hiciera un cortometraje invirtiendo el patrimonio de sus hijos, hipnotizado por una idea nacida en sueños repetidos.
Nos gustaría que Felipe Calderón Hinojosa sintiera por un momento lo que tantos músicos –creadores en general– sienten en esta tierra “de abundancia”, peligrando diariamente con las erráticas visiones que hoy vomita el entretenimiento. Pongamos ejemplos.
Pensemos en ese músico africano que año con año, exitosamente, viaja por Europa bailando, vistiendo y cantando sus tradiciones… o más bien, bailando, vistiendo y cantando lo que la audiencia extranjera entiende y goza de sus tradiciones. Porque esa es la “realidad” del mercado global. No importa lo que eres ni lo que aprendiste de tus antecesores; importa lo que la mayoría capta, aquello por lo que quiere pagar satisfaciendo la pequeñita sed de su curiosidad.
Así se trate de un príncipe griot del Senegal, de un monje derviche de Turquía, de un gitano húngaro o de un folclorista andino, muchos de quienes se han pasado la vida buscando belleza en un instrumento –o de quienes aprovechan el río revuelto para nadar charlatanamente–, han renunciado a sus raíces en pos de… –y aquí termina la tremenda digresión, disculpará el lector– precisamente en pos de lo que dijera Calderón hace unas semanas, a propósito de la cultura.
Como recogiera este mismo diario, dijo que México necesita generar “ingreso a través de su difusión, a través de la actividad turística, ingreso a través de la expansión del turismo mexicano, no sólo y no estoy seguro si fundamentalmente de sol y playa, sino, precisamente, turismo cultural acerca de lo que somos, acerca de lo que hemos hecho, acerca de nuestros colores, de nuestros sabores, de nuestra gente”.
Discurso mil y un veces repetido, a este del Museo de Antropología y con el director del cnca, Sergio Vela, como testigo, debemos ponerle especial cuidado, pues hoy la fuerza del entretenimiento hace metástasis en los terrenos de la cultura y, para nuestro infortunio, varios de los dirigentes de instituciones, bibliotecas o canales culturales de televisión pertenecen a un clan que se ve más cómodo entre burócratas de a caballo que entre artistas de a pie.
Tal liderazgo causa que no se profundice en los horrores de la mezcla entre el turismo y la cultura, el entretenimiento y los artistas, algo que da muestras alarmantes en las programaciones de festivales a lo largo y ancho del país, ahí donde los fondos han de gastarse a como dé lugar, con poco conocimiento, y para los cuales reditúa políticamente más contratar espectáculos estridentes de gran parafernalia y carentes de calidad, en lugar de productos reconocidos por los sabios de su propia cuna (ahí está la inauguración del Cervantino, verbigracia, muestra pobre como entretenimiento y paupérrima como propuesta cultural).
Tales confusiones llevan a nuestro presidente a imaginar ahora –como su antecesor– que la cultura es una empresa y que el gobierno es el productor de un redituable espectáculo, cuando dotar a los artistas con los medios para su expresión –con los filtros y valoraciones del caso, desde luego– no tiene por qué ser un proyecto turístico, sino una obligación encadenada a la educación que debe desarrollarse con gran cuidado para mantener –no en vitrina, eso se entiende– los verdaderos rasgos de nuestro pueblo. La consecuencia de no hacerlo es que nos llenemos de espectáculos como el ballet Jarocho o el grupo Sonex que, si bien deben tener su espacio en la cartelera, no pueden fungir como identificadores de la música veracruzana contemporánea, por ejemplo.
Así las cosas, más que tocar la jarana, bailar, pintar o producir cortometrajes, nos gustaría que a cuarenta y ocho horas de terminar 2007, Felipe Calderón supiera que, por más que el ballet Bolshoi o El Teatro Negro de Praga se comporten como el Circo del Sol (uno nunca sabe si está o no viendo al de a de veras), y por más que los grandes festivales insistan en los estereotipos culturales más taquilleros, México debería cautivar a sus visitantes –y a sí mismo– siendo lo que es, sin maquillar su autenticidad, sin llenar de focos las pirámides y sin quitarle chile al caldo.
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