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Mínima postal cinematográfica habanera (III de IV)
Compuestas por cintas de 2006 y 2007, algunas ya bastante caminadas en la ruta de los festivales, las secciones de ficción y óperas primas largometrajistas dieron fe de notables altibajos. Aquí va un par.
Las vidas posibles (Argentina, 2007), de Sandra Gugliotta: promesa inicial de historia densa y compleja que se va desinflando en su descenso al aburrimiento. Preciosismo paisajístico en la Patagonia , para hiperambientar una trama de corte fantástico relativa a una pareja bonaerense en la que él, asiduo viajero, en una de ésas se tarda de más en volver hasta que de plano no vuelve, pues resulta que se desdibujó, y entonces ella va a buscarlo y lo encuentra pero a la vez no lo encuentra porque aquél se llama de otro modo, tiene otra vida, otros recuerdos, otro ser. Así que ella lo recupera sin recuperarlo, es decir, se liga a y se acuesta con el que ya es otro, que sí es pero no es, ni siquiera doppelgänger sino simple ser-espejo físico del que fue su esposo: el cuerpo es lo único idéntico y de ahí, de lo que se maneja como una mera casualidad, se agarra ella. No esperar más, como podría pensarse de esta suerte de La doble vida de Verónica revisitada, pero sin todo eso que Kieslowsky sabía hacer. Tanto da el resto: si ella es ilustradora de libros infantiles, como se hace saber al principio; que tenga una hermana y ésta vaya y alcance a la ilustradora quién sabe con qué utilidad; o que se juegue, muy limitadamente, con la idea –esa sí fascinante, pero aquí ausente--, de mundos paralelos que podrían ser y desplegarse en este mismo que pisamos, como lo sugiere el título.
LOS POBRES TAMBIÉN TOCAN
La clase (Venezuela, 2007), es el primer largometraje de José Antonio Varela, cuyo extenso trabajo guionístico y de realizador televisivo puede apreciarse aquí, aunque desgraciadamente para mal. Consciente o no, quiso empalmar la manida historia de la chica pobre enamorada del chico rico, cuyo amor no puede realizarse por ceniciénticas razones, con un retrato espejeado, más bien manco, del despertar a la acción política en los barrios depauperados opuesto al fruncimiento de nariz que las protestas populares pueden provocar en la pirrurriza.
Dispareja y desprolija, de muchos modos víctima, por la vía del exceso, de ciertos recursos técnicos como filtros, virados de color, graneos, cámaras lentas, grúas para tomas cenitales absolutamente gratuitas y sólo útiles para el preciosismo visual, etcétera. Desmesura e incontinencia en el uso de la música, incluso maniquea: ritmos y tonos ad hoc para los momentos “tristes”, los “intensos”, los “alegres”; identificación de personajes con la entrada simultánea de éstos a cuadro y su “tema”, al principio una y otra vez, para abandonarlo más tarde porque sí. Detalle especialmente insulso y enojoso tratándose, como se trata, de una trama relacionada con la música y siendo el personaje protagónico una joven aprendiz de violinista.
Defecto grave: ¿cuándo sucede la historia? Puesto que la cinta concluye con un saqueo de establecimientos comerciales en protesta popular espontánea a un inminente gasolinazo, ¿hay que ser venezolano para sólo así no confundirse? No habría implicado ningún problema establecer el tiempo histórico del cual se hace eco la cinta.
Lo que podría parecer su mayor virtud, el manejo de la situación política y la manera que cada grupo socioeconómico tiene para encararla, se siente naive , como si el director y guionista pudiese asumir como totalmente suyo el diálogo de uno de sus personajes, padre de su coprotagonista que es un hombre de clase acomodada, de ascendencia mitad francesa mitad local, quien se refiere a sí mismo y a los que son como él en términos de “gente trabajadora, preocupada por la familia, y que sobre todo no se mete en política”.
La intención es clara: ni ricos ni pobres saben de política, no les interesa saber y es sólo forzados por las circunstancias que asoman la nariz en dicho estercolero, como le sucede a un grupo de albañiles que, simplemente sentados junto a un muro donde alguien que no conocen está haciendo una pinta, colabora en la misma por solidaridad de clase, cuando llega la policía a fastidiar. Previamente, uno de ellos, ignorante del significado de las siglas –la pinta dice “Abajo el FMI”–, confunde FM con “frente militar”. Ergo: bien la intención, deslavada por ingenua la resolución.
Empero, La clase tiene sus momentos y algunas cualidades. Entre las más destacadas, ciertos diálogos donde se aprecia a plenitud el habla propia de los barrios bajos caraqueños, contrastados con el verbo usual de las clases acomodadas.
(Continuará) |