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Horrible realidad de un horrible país
Para Rox, Arlén, Areli, Jacobo, Picho, Chalu, Rafa,
el inge Balderas y el resto de la banda queretana
Basura: esa es la verdadera vocación, por crudo que resulte decirlo, de nuestro país. Nos encantan los desperdicios. Allí, como metáfora-basura, la penetración cultural y lingüística estadunidense convertida en lisis de nuestra propia identidad. Somos unos enamorados de la inmundicia y ello será materia de sesudo estudio para alguno de esos extranjeros que luego vienen a México y dictan cátedra sobre la mexicanidad. A lo mejor por eso toleramos tan de buena gana, como reflejo de lo intrínseco, a tanto politicastro pepenador y a los medios que los usan, enaltecen y luego botan como envoltura de galletas de las que fabrica el monopolio del señor Servitje. A lo mejor por eso permite el indolente pero fervorosísimo pueblo mexicano creyente y mayoritariamente católico que entre sus altas jerarquías clericales se refocilen, en nauseabundos asuntos como la protección y el disimulo de pederastas y otros depredadores, algunos bien cebados marranos coludidos con otros cerdos, de ésos que se solazan en las elevadas porquerizas de los poderes fácticos. México se nos ha convertido en un inmenso tiradero a cielo abierto y ya estamos habituados, de ahí las metafóricas paletadas de basura en el ámbito, insisto, de la vida pública: los medios, la religión, la cuestión educativa. Las campañas políticas, cosa retesabida por todos, son ya puros vertederos de mierda.
Ganó el Ecoloco. La televisión apenas menciona de vez en cuando esta fascinación del mexicano por la basura. Algunos programas, algunos reportajes, se hacen cargo de tanto en tanto y luego nada. Tal vez algún ampuloso discurso del inepto en turno. Allí seguimos, ensuciando. Nos vale. Sea producto del México postmoderno, postindustrial y urbanita, sea un efecto colateral de sobradas décadas de pragmatismo económico capitalista, sea simplemente porque nos valen madre por igual el medio ambiente y el futuro cercano, vivimos sumergidos en basura, tragando lixiviados ya no tan metafóricos porque el país entero es un basurero de veras. Las estampas bucólicas de un cuadro de Murillo, de un poema de López Velarde, no son más que nostálgicas evocaciones de algo que tal vez fue y no será más nunca: los ríos, en su inmensa mayoría, son cauces de veneno y aguas negras; lagos y lagunas, salvo pocas, delicadas y desahuciadas excepciones, son inmensos secaderos de caca. Las costas están inyectadas de vertederos industriales y cárcamos que vomitan corrosivos caldos, y las playas son polícromas colecciones de envases. En Cancún, Veracruz o Acapulco no es raro encontrar, además de la apretada multitud, latas de cerveza, de botellas de Coca o de cloro, y envolturas de Doritos y papas, condones usados y agujas hipodérmicas. Lindo en verdad. Un edén de estupidez y autodestrucción sin igual.
Hace poco hice por carretera un recorrido que no repetía desde tal vez unos quince años, del Golfo de México al altiplano. Encontré que ya no hay bosques limpios. Que en algunos parajes que recordaba boscosos ya ni siquiera hay árboles, sino tocones, muñones quemados como mudos testigos de la tala brutal e ilícita, la cortedad de miras hecha algo tangible y real: desertificación, erosión, desaparición o envenenamiento irreversible de los mantos freáticos, y muerta la vegetación, envenenada el agua, la ausencia casi total de fauna, excepto esas otras especies oportunistas que siempre nos han acompañado, porque dios nos hizo y nosotros nos juntamos: las ratas, las moscas y las cucarachas. ¿En qué radica que un mexicano, de cualquier nivel socioeconómico, bote al suelo la envoltura de la chatarra que mastica o que en cambio recicle, separe sus desperdicios? Fácil: en su educación. La sola situación del entorno ecológico y la ausencia o risible estatura ética de las autoridades correspondientes son evidente indicador del estado de esa educación.
El objeto del viaje era una invitación a platicar sobre medios y libertad de expresión. Una señora del público me advirtió que se saldría del tema y me preguntó qué opino de las políticas del Estado en materia de ecología. Yo, haciéndome el payaso –como siempre–, le pregunté cuáles políticas. Cuáles autoridades. Basta salir a cualquier carretera, al campo, para hacerse esa misma pregunta, pero sin la búsqueda del chistecito, porque no da risa ver el país podrido, sucio: cuáles autoridades. Cuáles políticas. Cualquiera puede verlo. Hoy, en realidad, ya tenemos un país horrible: horriblemente sucio en demasiados sentidos, y difícilmente vamos a ser capaces de limpiarlo algún día.
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