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Verónica Murguía
Las plagas y el Faraón
No recuerdo quién dijo que ser argentino era un acto de fe. Si me atengo a esta lógica, ser chilango es un acto de contrición. Y con cada día que pasa, nuestro castigo arrecia.
Estos últimos años hemos sobrellevado con innegable estoicismo nuestra versión de las plagas bíblicas: en lugar de las aguas convertidas en sangre, tenemos poca agua, punto. La segunda plaga fue la invasión de las ranas a Egipto; nosotros estamos infestados por las grúas, ésas que la gente llama “las del cuñado de Ebrard”. Son peores que casi cualquier rana –hay ranas venenosas, por eso el casi–, pues no se detienen para llevarse el coche al corralón ni cuando todavía hay personas dentro del vehículo.
La semana pasada, para no ir más lejos, en Coyoacán, una señora estuvo a punto de perder momentáneamente a su sobrina, pues la niña estaba en el asiento trasero y los de la grúa no se dieron cuenta.
–¿Qué no ve, desgraciado? –gritó la señora.
–Quéjese al teléfono que dice ahí, damita –contestó, imperturbable, el chofer. Bajaron el coche e intercambiaron a la niña por una multa de quinientos pesos.
La tercera plaga que envió Yahvé fueron los mosquitos. A nosotros nos tocaron los peseros, mucho más grandes, igualmente agresivos.
Igual que los egipcios hemos padecido granizo y tinieblas, trombas y polvaredas.
–Mira nomás, quedé como empanizada –me dijo mi amiga P. el miércoles aquel.
Pero no pude apreciar el daño, porque no había luz en media ciudad.
Tenemos úlcera gástrica de tanto hacer corajes en lugar de la úlcera bíblica que, según el Antiguo Testamento, aparecía en la piel. De los pulmones, ni hablar. Les iba mejor a los egipcios.
Afortunadamente no nos ha visitado el ángel de Yahvé, la última plaga, el ángel homicida que finalmente asustó al Faraón. Pero tampoco estamos libres de peligro: ni el más optimista de los chilangos negará que hay delincuentes tan feroces como el ángel vengador, y mucho menos lucidores.
Si la reencarnación existe, en virtud de lo que hemos sufrido, los infortunados habitantes de esta ciudad nos hemos hecho merecedores a, en nuestra próxima vida, nacer en París, con amor y futuro laboral asegurados, departamento de lujo y salud de hierro. Sin coche y sin necesidad de tenerlo.
De acuerdo con los rumores que se escuchan por todas partes, pronto, además de nuestras carcachas, circularán –si a ir a tres kilómetros por hora se le puede llamar “circular”– coches chinos, baratos y mal hechos, seguramente pintados con plomo líquido. Ocuparán el poco espacio que sobra y, finalmente, quedaremos paralizados. Sedientos, empolvados y molestos, con la penosa sensación de haber sido engañados.
Nos rondarán las grúas, como las hienas que deambulan tras las manadas de herbívoros. De cuando en cuando se llevarán un auto. El de algún iluso que creyó encontrar un lugar para estacionarse, o que tuvo necesidad de entrar en la farmacia.
A Marcelo Ebrard, como al Faraón, esto le importa poco. Él sí tiene espacio. Todo el cielo por el que va en su faraónico helicóptero. Aire por el que se mueven, sí, otros helicópteros, aviones, palomas cagonas y millones de moscas, pero por el que se puede volar muy a gusto. Él viaja, dizque porque le falta tiempo, por el espacio contaminado del df que, comparado con las calles, es un vasto océano de luz purísima.
Verdad de Perogrullo: todo lo que vemos existe en dos coordenadas: el tiempo y el espacio. Los chilangos, pobres de nosotros, incluyendo a Ebrard, nunca tenemos suficiente tiempo. Espacio, ya sabemos, menos, y disminuye mientras más desciende uno en la escala económica.
Las colas en la Tesorería, en el banco, las tiendas, el metro y el Metrobús en horas pico, la búsqueda de lugar para estacionarse y el espectáculo de las cuestiones que se acumulan en nuestras vidas sin que encontremos el tiempo para resolverlas, son la prueba. Somos gente que vive apresurada e incómoda, cuya existencia está comprimida, achicada. Nuestro ser es precario.
Yo no sé cómo hacer para sentir que tengo espacio. Quizás debo deshacerme de todo lo que no es indispensable. Bajar de peso. Aprender a trepar árboles. Vivir en la azotea de mi edificio. Lo que no me atrevo es a andar en bicicleta, porque los automovilistas le hacen la vida imposible al ciclista, literalmente. Es decir, suelen matarlo.
Bueno, lo haré cuando de verdad Ebrard se vaya a la oficina en bicicleta y deje el helicóptero en… ¿en dónde cabe el helicóptero?
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