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LAS ARMAS Y LAS LETRAS
ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ
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Un día de cólera,
Arturo Pérez-Reverte,
Alfaguara,
México, 2008.
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Mayo y no abril, mal que le pese a Eliot, es el mes más cruel. Lo confirman el mayo de París; las mal llamadas “locas” de la Plaza de Mayo, en Argentina; nuestro mayo zaragoziano, festejado en vejatoria vecindad del día de las madres, alevosas fechas donde no se dice toda la verdad (que los franceses pulverizarían a los ejércitos del General Zaragoza en dos escaramuzas ocurridas en los días posteriores; que madres hay más de una: la amiga, la esposa, la hija, la cuñada, la tía son –o están dispuestas a serlo en su momento– madres hechizas del que se deje); y ahora Pérez-Reverte, que vuelve a mirar, con malos ojos, la mentira entronizada de que el pueblo español (esa entelequia) rechazó como un solo hombre la invasión napoleónica, precisamente, el 2 de mayo de 1808.
El propósito del libro es plausible, pero ingenuo. “He querido dar–dice Pérez-Reverte– una lectura limpia, sin interposición, sin intermediarios, de los acontecimientos.” La tentación de matizar, reconstruir y aun de rastrear y rastrojar, arrojar y expurgar de patrioterismo y patrañas esa fecha nacional, ese 2 de mayo de hace dos siglos, es sin duda el punto de partida y la guía de acción del novelista. Dudo que haya conseguido un punto de llegada, y no por falta de información o de talento sino, por una parte, dado el exceso de la primera (es una ¿novela? que reconoce, en sus últimas páginas, el apoyo técnico de casi un centenar de textos históricos) y, sobre todo, por la inevitable mediación del hecho narrativo mismo. Falsear y magnificar, lo sabía muy bien Borges, son el Escila y Caribdis del escritor, la nuca de su nunca bien ponderada caída en el abismo de la ficción.
Ahora bien, un novelista no trata de hacer historia: la hace aun sin quererlo. Pero sucumbe, casi siempre, a una vocación de contar frente a la que desmayan los mayos de todos los siglos. Homero quiso relatar el vencimiento de Troya y, por lo menos en la Ilíada, prefirió traicionarse con un final más intenso y conmovedor (la devolución del cadáver de Héctor) que el del mero, astuto episodio de un caballo embarazado de aqueos. Porque en el fondo no quería contar la guerra sino cantar la cólera de su héroe. Viene a cuento el asunto en vista de que el afán de verosimilitud de Pérez-Reverte, toda proporción guardada, es homérico en su rigurosa concreción: vemos volar macetas y estrellarse en la cabeza de los mamelucos como se lee en Homero la serenidad con que los sesos abandonan cráneos traspasados por espléndidas espadas. Homérica es también la poco provechosa relación de casi cada vecino involucrado en los hechos: el autor parece olvidar que la enumeración, en el aeda, es poética, declamatoria, y tiene un sentido rítmico que en absoluto puede asumir la novela moderna, aun cuando se trate del brioso híbrido de crónica, novela histórica o episodio nacional (como tan atinadamente los llamó Galdós) que nos entrega Pérez-Reverte, cuyo apellido, en este caso, es un asomo de intención: se trataba de mirar otra vez, de volver a leer uno de los más famosos incidentes en la historia de España, a la luz de su bicentenario.
La edición, por otra parte, es muy atractiva, con plano incluido del Madrid de 1808. Pero reconstruir un asunto implica a menudo resucitar fantasmas, almas indivisibles, la intimidad de un hecho rebasado por sus protagonistas. Reverte casi no fija la mirada, por ello, en la colectividad grosera y simbólica, sino en el detalle que estalla con la bala: a la luz personal de lo que cuenta, la sombra de la conmemoración es un marco del que se escapa, por cierto, la huidiza naturaleza goyesca y grotesca de la realidad alebrestada por las armas, por las armas y las letras.
BEBIDA DE LOS DIOSES
RAÚL OLVERA MIJARES
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Amrita,
Banana Yoshimoto,
Tusquets Editores,
Barcelona, 2007.
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Amrita es un término en sánscrito que designa los fluidos del placer secretados por la mujer, el equivalente a la eyaculación masculina, un estado de éxtasis que suele manar en abundancia, aunque no necesariamente propiciado por el contacto sexual, ya que también ocurre, afirman los libros sagrados, por una risa exagerada, por el ejercicio corporal intenso o por un simple estado de plenitud.
En la novela del mismo título, Amrita, este término se esclarece como néctar o bebida de los dioses. Es el personaje masculino de Ryuichiro quien traerá a cuento la referencia, envolviéndola en un juego de cajas chinas donde él, que es escritor, redactará una novela basada en unas notas halladas por el personaje narrador, la compasiva Sakumi, hermana mayor de Yoshio, un niño de once años, y de Mayu, trágicamente muerta en un accidente que casi resulta suicidio.
De la autoría de la narradora nipona Banana Yoshimoto (Tokio, 1964), célebre a sus veinte años cuando publicara el famoso libro de relatos Kitchen, Amrita es una novela aparecida en Japón en 1994 y publicada por Tusquets en 2002, recientemente reimpresa en una colección más accesible de esa misma casa editora en 2007. Entre estos dos títulos se disputan los lectores de Yoshimoto, quien poco a poco va aproximándose a la cincuentena, el calificativo de obra maestra. La frescura del personaje femenino de Kitchen, alter ego de la autora, aparece con menos ingenuidad tanto vital como narrativa en Amrita, novela de una rara sensualidad, muy oriental por cierto, jamás directa y obsesiva en la descripción de escenas íntimas como, de alguna manera, la hermenéutica del título sugería.
Tras la intempestiva desaparición de Mayu, se da un extraño acercamiento entre Sakumi –cuya vida oscila en torno del trabajo y la familia, a diferencia de su hermana que era modelo y vivía sola–, y Ryuichiro, el novio de la presunta suicida y adicta. Otra línea fundamental entre los personajes es la que va de Sakumi a Yoshio, un niño aparentemente hipersensible, inadaptado en la escuela que, luego se descubrirá, está dotado con poderes extrasensoriales.
La más pasmosa cotidianidad, siempre vista con los ojos de una muchacha de hoy, constituye la materia misma de la obra narrativa de Banana Yoshimoto. Tramas simples, a guisa de dibujos japoneses a tinta china, unos cuantos trazos que esconden un universo de significados, líneas que proyecta la mente del lector que busca con afán y aun con deleite dar sentido a los elementos propuestos.
No es la anécdota, la materia, lo que sostiene el interés del lector, sino la evocación de atmósferas sutiles y de sensaciones, paradójicamente extrañas y a la vez familiares. Hay un poco más de una decena de intentos narrativos entre Kitchen y Amrita; ambas obras son como los dos extremos de un arco en tensión que, cuando se puntea, produce un son grave y apagado: el Om de los monjes, la vida vibrante de un personaje, una autora, una manera de atisbar y ser actor de la propia vida.
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