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Un Hendrix para el tercer milenio
Hablar de la proporción áurea, del llamado "poder de los límites", podría servirnos para explicar por qué los tríos de rock (guitarra, batería y bajo), la mayoría de las veces y a lo largo de la historia, han sido los más poderosos e innovadores del género. No los cuartetos. No los quintetos. Porque dichas "limitaciones", se sabe bien, son las que dan impulso a la imaginación más prolífica. No el ocio, no la cornucopia. Sí la necesidad. Lo mismo pasa en la literatura (¡cuántos han escrito sus mejores obras en algún tipo de prisión?, Cervantes, Huidobro
) y pasa también con la comida (de los huevos rotos de España a la feijoada brasileira pasando por la sopa de cebolla parisina), expresiones todas en las que crece la creatividad obligada frente a las carencias, explotando al máximo los elementos que están a la mano. "Si tenemos pocas cosas, usémoslas de la mejor manera", es el axioma a seguir. Y también: "lo que no tengamos nos definirá tanto o más que lo poseído".
Esto explica, en parte al menos, por qué en los lugares en donde más conocimientos armónicos hay (Europa), se desarrolló menos la parte rítmica de la música, contrario a lo que sucedió en donde poco se supo a propósito de sistemas teóricos (África) griegos. Luego hubo excepciones (Estados Unidos) y casos especiales (India), en los que la historia, con sus guerras y migraciones y esclavitudes, permitió un mayor equilibrio de fuerzas. Después llegó la globalidad y con ella una promiscuidad que ya no respondió a la naturaleza sino al capricho humano. Así es. Estas y muchas otras cosas podemos reflexionar cuando recordamos lo hecho por combos pequeños de rock, tríos como The Jimi Hendrix Experience, Cream, The Police y más recientemente Morphine, Primus, Placebo y, sobre todo, Muse, banda inglesa que nos rinde ante el talento prodigioso de su líder, el cantante, guitarrista y pianista Matthew Bellamy, quien con furia y atrevimiento sometió al Palacio de los Deportes del DF el pasado jueves 12 de abril.
Ahí donde un instrumentista común ve la llegada del único clímax de la noche, apenas ahí comienza el músculo de Bellamy. Ahí donde un compositor joven madura y dice "estoy encontrando mi estilo", ahí Bellamy se vomita y roba lo mejor de géneros y generaciones para formar un collage impresionante en el que la sicodelia, el metal, el jam y el pop se dan la mano en un diálogo a la Lewis Carroll. Ahí donde algunos logran el formalismo canónico de la radio que les permite ingresar al mundo del comercio con la floja vestimenta del maniquí alternativo, ahí Bellamy se arriesga en un periplo complejo que de tan potente, pese a su caótica extravagancia, hechiza a personas de muy diversa edad y condición social.
Entonces cabe la pregunta: ¿será Muse la banda que hoy más representa los clásicos estatutos del rock? Sin duda. En ella –pese a compartir nacionalidad, registro vocal y piano esporádico– no se da la cursilería de Keane, ni la "buena onda" de Coldplay, ni el fashion style de Placebo, sus respetables y famosos coterráneos. En Muse lo que importa es el básico gusto por cimbrar al status quo y romper las reglas, observando el pasado pero con un espíritu de ciencia ficción, presente incluso en el diseño de su escenografía.
Curioso es, empero, que con todo y esta actitud heterodoxa, conjuntos como el de ellos o como The Mars Volta –herederos de Pixies, Sonic Youth y tantos que en el pasado fueron "de culto"– sean ahora invitados de honor en los mayores festivales del mundo, en los principales canales de video y en arenas con aforos mayúsculos. Tales circunstancias nos dan esperanza en un nuevo rock masivo, apartado de las estructuras convencionales; en la fuerza imaginativa que se disemina cuando los límites cansan y dan a luz a un líder que pueda salvar la transición. Hoy, tras ver a Matthew Bellamy sobre el escenario con esa guitarra espejeante, creemos que él puede ser el elegido
¿un nuevo Hendrix para el tercer milenio?
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