Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de abril de 2007 Num: 633

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

¿Para qué sirve hoy
la poesía?

RODOLFO ALONSO

El precio único: de libros, lectores y libreros
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Exaltación del asesino
GABRIEL GARCÍA HIGUERAS

Reflejos del espíritu
RICARDO VENEGAS entrevista
con JAVIER SICILIA

Leer

Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Cabezalcubo
JORGE MOCH

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Verónica Murguía

Adivina, adivinador

Hace años leí en la desaparecida revista Mirabella un reportaje que me divirtió y perturbó: la denuncia de una periodista que se había empleado en un servicio de adivinación por teléfono, de ésos que se anuncian en la tele y en las revistas. El aviso, que todavía aparece en ciertas publicaciones, promete "respuestas auténticas" de "adivinos calificados".

Al comenzar a leer el artículo, yo me preguntaba cómo le harían en el servicio aquél para saber si uno es un adivino calificado. Imaginaba así la entrevista de trabajo:

–Ya sé que usted quiere trabajar con nosotros, porque lo vi en las cartas. Dígame, ¿de qué color son mis calzones? ¿Hay algún güero de carácter fuerte en mi vida? ¿La aceptaré en la agencia?

La adivina, si era calificada, debía contestar:

–Yo me leí el café solita antes de venir, y sé que usted me empleará ahora mismo, pues le demostraré mis cualidades adivinatorias: sus calzones son azules, aunque antes eran blancos. Son azules porque los metió a la lavadora con un pantalón de mezclilla, y el único güero de carácter fuerte que hay en su vida es su perro, que es amarillo.

Pero no. A la reportera, en una oficina común y corriente en la que no vio ni bolas de cristal, ni tarots, le explicaron que su trabajo consistiría en mantener el mayor tiempo posible a la gente en la línea, pues el minuto de "consulta" vale desde un dólar hasta tres. Le indicaron que debía ser muy persuasiva. Que el objetivo más codiciado era lograr que algunos clientes se hicieran dependientes.

"¿Dependientes?" preguntó la reportera, un poco mosqueada. La adivina en jefe le explicó que un buen psíquico podía lograr que los clientes le llamaran una vez al día, por lo menos.

La reportera se metió en el cubículo asignado –donde no había ni una taza de café para leer los posos– y atendió las llamadas que le pasaron. Hubo de todo: hombres y mujeres, viejos, maduros, jóvenes y adolescentes. Más pobres que ricos. Algunos ociosos y aburridos, pero la mayoría con problemas, amorosos, económicos o de salud. Algunos muy serios. La reportera, al principio, se aplicó con toda el alma a hacer, más que de adivina, de consejera, en echar mano de todo el sentido común que poseía. Tal vez por eso logró hacerse de dos "dependientes", que le partían el alma.

Pobres, confundidos, solitarios, con empleos mal pagados, los "dependientes" hubieran podido emplear sus pocos dólares en algo que les rindiera un beneficio verdadero. La reportera ya no podía con su conciencia. Consultó con la "adivina" del cubículo contiguo, quien, ya encanallada, le dijo que si le remordía tanto, que le canalizara los "dependientes". Ella tenía varios, a todos bailando en un pie con promesas vagas, amenazas no tan borrosas y uno que otro consejo sensato. Fue después de sostener esa instructiva conversación con la colega adivina, que la reportera, asqueada, se fue de la agencia y escribió su reportaje.

No tardó en llegar la carta, dirigida al editor y firmada por la adivina en jefe, en la que se reivindicaba a la agencia como un "servicio espiritual honesto" y se acusaba a la reportera por hipócrita.

"Se aprovechó de nuestra buena fe", decía, como si los "dependientes" no fueran las víctimas auténticas.

La verdad es que hay mucha gente para quien la posibilidad de asomarse al futuro es irresistible. La humanidad, a lo largo de los siglos y en todo el planeta, se ha dedicado con pasión a tratar de indagar qué le depara la vida: desde los arúspices etruscos que leían los hígados de las víctimas, hasta los psíquicos telefónicos y los horóscopos de internet, se ha hecho de todo: descifrar la caída de un puñado de caracoles; interpretar los vuelos de pájaros; lectura de la mano, café, yo que sé.

Tal vez el anuncio de catástrofes personales nos hace prepararles el terreno. Si me dicen, "te vas a divorciar" y lo creo, cuando mi marido me ignore por ver un partido de fut, yo lo interpretaré como el inicio del fin, no como un acontecimiento inofensivo. Y habrá pleito.

En cambio, para intuir las catástrofes colectivas no hace falta más que prestar atención al presente. No necesito una bola de cristal para vaticinar que faltará el agua, que la Iglesia se pondrá más abusiva, o que el pan es como el pri, pero disfrazado de beata. Y lo que haré será ahorrar agua, escribir, votar o lo que se ofrezca, y leer con inamovible escepticismo las declaraciones triunfalistas del gobierno.