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Sizwe Banzi está muerto
Quiso el destino que Peter Brook –su trabajo, su impronta y el conjunto ineludible de referentes que orbitan en torno a su figura– paseara por estas tierras su más reciente puesta en escena, y que ésta versara, en muchas de sus líneas, sobre la tensión perenne entre excentricidad y pertenencia. Sizwe Banzi está muerto, inserta en la programación del Festival de México en el Centro Histórico, hubo de presentarse entonces en medio de un contexto anómalo: en un teatro ninguneado todo el año salvo durante el breve tiempo del Festival; ante una audiencia compuesta, casi a partes iguales, por entusiastas trendies ajenos al teatro y por teatreros que, obnubilados por el relumbrón, se mostraron más que dispuestos a ser vistos mientras veían. Oblicua y superficialmente, el evento metateatral se tornó en una reminiscencia de su pasado mejor: evento de resonancia más allá del círculo de hacedores, fuente de requiebros sociales, oportunidad inmejorable para mostrarse ante ese otro que importa en tanto no sea nuestro igual, sino de preferencia nuestro inferior. Tierra fértil para el interesado en los ritos de la clase media ilustrada, para el investigador de las muchas maneras que empleamos para edificar nuestra mitosociología de bolsillo.
En abono de lo realmente trascendente, debemos ahondar en otra paradoja: que el azar les deparara, a todos aquellos que trepidaron más por ver a Gael García Bernal en el lobby que por las acciones de la escena, la comparecencia al trabajo de uno de los pocos pensadores, junto con Yoshi Oida, que ha objetivado para el teatro un estudio disectivo sobre la levedad y la difuminación como vías de trascendencia escénica y como alternativas éticas en un medio avasallado por la frivolidad y la simulación
Todo lo cual pareció ajeno al entusiasmo del público "especializado" que, suscribiendo también la levedad aunque desde otra perspectiva, se entregó sin más a la celebración de todo cuanto le pareció celebrable inmediatamente. El mapa del flujo de fuerzas del convivio mostraría, arriba de la escena, a un par de intérpretes encarnando la idea de levedad (entrando y saliendo del relato en beneficio directo de la claridad del discurso, subordinándose mutuamente en un juego jerárquico que delimitaba claramente la importancia móvil de cada uno de sus personajes) y, por el otro, a una audiencia sobreconsciente de estar frente a una leyenda. Entre el aplauso automático y la condescendencia suele manifestarse la niebla de la incomprensión.
Brook, a sus ochenta y dos años, viene de regreso tras toda una vida consagrada a la aproximación a lo esencial, y aun en un montaje menor como el que nos ocupa es capaz de legarnos alguna lección. No pareciera lo más importante enfocarse, en la unidimensionalidad del discurso, en el díptico escrito por el dramaturgo sudafricano Athol Fugard en pleno apartheid, y que retrata la historia de un obrero negro que debe asumir la identidad de un muerto para asegurarse un empleo aceptable, sino analizar los códigos de actuación mediante los que los dos actores, ambos afincados en Europa y de origen africano, asumen la construcción de su propio relato escénico sobre la negritud, el exilio y la inmigración. Alguien cuyo nom de guerre es Pitcho Womba Konga no podría provenir de un ámbito ajeno al de la cultura del hip hop; Pitcho, que encarna a un obrero de la Ford que deviene fotógrafo, incorpora simultáneamente un homenaje a la figura del MC hip hopero y una parodia al cliché con que dicho referente de la cultura negra urbana es considerado dentro del stablishment pop mundial. En Pitcho confluyen la gracia nata de una corporalidad cercana al slapstick, el manejo orgánico de una verborrea desopilante y la frescura característica de la mejor stand up comedy. Habib Démbelé, por el contrario, opone a la exterioridad de Womba Konga una travesía en clave de contención: oscilante entre la pesadumbre y la introversión al principio, entre el entusiasmo y el temor de quien asume la identidad oficial de otro en la parte final. Ni un estudio sobre la identidad, ni una fábula sobre la discriminación y la opresión en tiempos neoliberales: Sizwe Banzi está muerto supone la verificación escénica de algunas ideas de Brook sobre la actoralidad. Lástima que quienes la atestiguaron, atentos eso sí a reconocerse en la frivolidad de sus iguales, no repararan en ello.
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