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El gato por liebre de siempre
Este redactor de rezongos sabe que es inútil volver sobre
viejos lamentos, añejas rencillas de televidente, rabias fermentadas
por años de impunidad de las televisoras, pero
no puede resistir el natural influjo del berrinche cada que
enciende la tele y sintoniza un programa y se topa con otra
cosa, con basura publicitaria hecha de mentiras para tontos.
Me revientan, me van a reventar siempre los mercachifles,
los merolicos, la avidez patológica de dinero de aquellos
que deciden que la televisión en la realidad no sea lo
que dicta ese hipócrita discurso paralelo que ellos mismos
enarbolan como bandera: vehículo de información y entretenimiento.
Sí, chucha. La televisión, lo que es aquí, es una
esquizofrénica colección de anuncios y propaganda.
Hace años decidí que valía la pena gastar un dineral
en televisión satelital. Muchas y muy
fuertes críticas, reproches y hasta regaños
(“si tienes televisión de cable o
de antenita te vas a volver todavía
más haragán, si tal cosa cabe, mijo”),
concitó aquel gasto que, a la
luz de cualquier mínimo
sentido común, no era
más que: a) dispendio
estúpidamente superfluo nacido de alguna moda
igualmente estúpida, b) una muy tonta manera de demostrarle
a un vecino sangrón que yo sí tenía con qué, c) una
aberrante demostración de malinchismo y una plétora de
combinaciones argumentales nacidas de esas tres básicas
vertientes, pero yo a todas esas preclaras objeciones ofrecí
una réplica demoledora en su hedonismo: sí, es un gasto
pendejo propio de ricos nuevos y también, a lo mejor, llevo
el sedentarismo a niveles apoteósicos que a su vez me
lleven a la tumba; sí, puede ser parte de una estéril y lamentable
competencia chovinista con el chango de al lado;
sí, acepto con vergüenza que prefiero ver una serie gringa
en su idioma original, sí, sí… pero, ¿saben qué?, ya no
tengo que ver tantos pinches anuncios… Es más: recuerdo
que durante algún tiempo, el mismo operador que contraté
(creo que fue Direct TV) durante un breve tiempo hizo de
esa frase precisamente uno de sus slogans comerciales para
que una recua de incautos corriéramos chequera en mano
a inmolarnos en su altar: no vea más anuncios, mejor
vea televisión. Sólo que, desde su origen además clientelar
y politiquero, la esencia del negocio televisivo
en México es, precisamente, el mercachifle.
Pago un dineral mensual por la señal de Sky que
contiene todos los canales. Siempre supuse que pagaría
por ver televisión de una calidad algo mejor
que la porquería que me ofrecen las televisoras en señal
abierta. Algunos canales apenas los veo, y los hay, como el
de telenovelas de Televisa, que ni me acerco porque me da
urticaria. De los canales que suelo sintonizar, todos, o casi
todos, están hoy mortalmente infectados con publicitis,
que es esa horrible enfermedad que aqueja a cualquier
canal de televisión apenas comienza a registrar niveles de
audiencia. Hasta que se vuelve algo realmente molesto –o
imposible– de ver a menos que padezca usted ya, también,
publicitis, y ver anuncios cause en su muy respetable
persona alguna forma de malsano goce. Ponga
usted, por ejemplo primero, los usuales canales fuertes de
la televisión abierta, el 2 de Televisa o el 13 de TV Azteca.
Sintonicemos al unísono un domingo por ahí de las ocho
de la noche. En promedio, por cada cinco o seis minutos de
programa, digamos, una película de Cantinflas, se va a tener
usted que zampar ocho de anuncios. Detergentes, tintes
para el cabello, mentiras institucionales del gobierno
y sus compinches (que si el congreso trabajador, que si la
seguridad pública, ora sí, que si es mejor trocear el país y
venderlo en cachitos, empezando por lo último que nos
queda, o sea el petróleo, que el clero defensor de la vida
–y de los pederastas que lo habitan–, en fin), y de su programa,
migajas. Ya la televisión de paga anda en esos rumbos.
Prenda la tele cualquier día por la mañana y sintonice
Discovery Channel. Allí, y como en cincuenta canales más,
se va a encontrar con puros “infomerciales”, que de info no
tienen nada: son viles, interminables anuncios confeccionados
con toda la perversidad de que es capaz un mercader
apareándose con un publicista.
Y como internet está igual, yo lo que espero es que aparezca
ya un nuevo medio, uno revolucionario que suene
mal, que se vea borroso, que los programas sean
aburridísimos, carajo, pero que no tenga uno que soportar
esa inefable condena, la de ver anuncios todos los días,
todo el tiempo, siempre, hasta el final de los neoliberales
tiempos.
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