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Verónica Murguía
El héroe dormido
Hace unos años, cuando se publicó la maravillosa novela Baudolino, una periodista le preguntó al escritor Umberto Eco quién era su héroe preferido. Eco, con una lucidez extraordinaria, contestó que nadie, pues a él no le gustan los héroes. Dijo que cuando las naciones necesitan héroes, suelen estar pasando cosas terribles. Tiene razón. El siglo xix mexicano, pródigo en héroes, fue una época convulsa y llena de contradicciones, como este sexenio horroroso que padecemos.
Huelga decir que, además, los mexicanos no reconoceríamos a un héroe ni aunque se vistiera con mallas, se pusiera los calzones por fuera y volara. Estamos acostumbrados al cinismo más descarado y, por lo tanto, a la decepción. Ahora sucede que muchos no nos sentimos representados por político alguno. Al escuchar, por ejemplo, al impresentable Diego Fernández de Cevallos, corrupto entre corruptos, hablando y ¡haciendo suyas! las demandas de seguridad de los ciudadanos, me quedo pasmada.
Me temo que la gente común y corriente despreciamos y tememos por igual a todos: a presidentes, senadores, diputados, funcionarios, policías y magistrados. A los narcos, secuestradores, rateros y asaltabancos, ya ni digo.
Cuando pensamos en un dirigente al que le creeríamos, solemos imaginar el pasado. Y el pasado remoto, porque al PRI, culpable mayor de cómo están las cosas ahora, no lo extraña nadie que tenga algo de memoria.
Los ingleses, que en estos años fueron tan engañados como el que más, han de haber esperado que el rey Arturo, como su leyenda afirma, se despertara de su largo sueño en la isla de Avalon para encerrar en una mazmorra a Tony Blair, el arrogante y falaz mayordomo de George Bush. El mito nos informa que el rey, herido por su hijo Mordred fruto de una relación incestuosa con su media hermana Morgan Le Fay, espera dormido el momento en el que su país, que él logró unir y defender de los sajones, lo necesite para, entonces, resucitar con Excalibur en la mano.
Yo no sé cómo no se despertó durante el bombardeo de Londres, pero en fin, eso dice la leyenda, y me gusta recordarlo. El rey dormido es un mito muy distinto al mesías de cualquier religión, pues no regresa a premiar a los justos e inaugurar la vida eterna; despierta de su sueño para escarmentar a los enemigos de su pueblo.
También Italia y Alemania tienen a su rey dormido, el protagonista de Baudolino , precisamente: Federico Barbarroja, famoso por su mal genio, representante de aquello que los medievales llamaban la ira regis o cólera regia. Pues bien, durante la peste negra en el siglo xiv , muchos creían que el rey iba a despertar para, con la osadía y furia implacables que lo caracterizaban, acabar con la plaga.
Me da ternura cuando pienso en esto: para derrotar a la peste se necesitaba, primero, descubrir la penicilina, y luego contar con un eficiente sistema de salud pública, ambas cosas a varios siglos de distancia de aquellos martirizados ciudadanos medievales que caían como moscas derribados por un enemigo microscópico, la bacteria Yersinia pestis. Pero Federico, a quien la otra virtud de la majestad, la clemencia, lo tenía sin cuidado, sí que hubiera podido ordenar los castigos perfectos para Ulises Ruiz , Mario Marín o Vicente Fox.
A mí el que me gustaría que despertara para defendernos es Cuahutémoc, el joven abuelo, como le llama López Velarde. Ese príncipe que a los ¡diecisiete años! defendió Tenochtitlán de los invasores, con valor inaudito y una capacidad estratégica que ya quisiera cualquier militar de ahora. Cualquiera que sienta curiosidad por leer de qué forma enfrentó un ejército con un armamento superior, capitaneado por un mañoso como Hernán Cortés, rodeado de pueblos que se rebelaron contra el imperio azteca ? con razón, pero esa es harina de otro costal ? para luego ser torturado y ahorcado de mala manera, debe acudir a la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo. El lector entrará de lleno en el que es, quizás, el episodio más dramático de nuestra historia: el que además dio origen a esta nación.
Comparto con Umberto Eco mi disgusto por los paladines, y más aquellos que protagonizaron hechos militares… pero Cuahutémoc, temerario e incorruptible, acabaría con los deshonestos. Claro, la idea del castigo en la sociedad azteca era atroz por su crueldad, pero ¡cómo me gustaría ver un presidente indígena, joven e inteligente!
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