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UN DURANGURAÑO EN COLOMBIA
JOTAMARIO ARBELÁEZ
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Duranguraños,
José Ángel Leyva,
Alforja,
México, 2008.
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Le debo a la República de México el haber aprendido a leer y a escribir, porque así se llamaba –y se llama– la escuela pública donde cursé mi primaria, en el barrio de San Nicolás, en Cali. Y el Teatro San Nicolás, que quedaba cruzando el parque, se especializaba en pasar películas mexicanas, producidas en los estudios Churubusco Azteca. Allí me nutrí, pues, de la vida en los quintos patios, de las rancheras que parten el alma, de las bailarinas de cabaret que lo movían como si el mundo se fuera a acabar mañana, de los corpulentos enmascarados de la lucha libre, de los campaneantes cómicos del equívoco.
Una región de México llamada Durango, patria de Dolores del Río, llegó a distinguirse como “la tierra del cine”. Así como también “la tierra de los alacranes”, esos arácnidos huraños provistos de una uña envenenada que se suele emplear en literatura; ya vamos a encontrarlo como ese “pequeño minotauro atrapado en la orfandad”. Allí nació nuestro poeta, José Ángel Leyva, en un hogar de maestros que criaron diez hijos, en los pueblos de Topia y Los Bancos. Cámara. Acción.
Casi toda una vida en la poesía es lo que nos entrega en su libro Duranguraños, que acaba de publicarse en la Colección Alforja. He repasado toda esa vida en ocho horas, en la intimidad de mi estudio, habitado por el silencio, y me he sumido en la evocación fantasmal de esa oquedad llena de signos, siguiendo el ritmo “del pie que marcha del parto a la partida”. Se dice de la poesía –y yo lo creo porque lo vivo y me lo evidenció Savater–, que es la infancia recobrada. Y José Ángel se lanza a reconstruir la memoria del pueblo de su memoria, no de una manera naturalista, sino a ramalazos de fina cadencia y sugestiva factura, no exentos de saltos en el diván freudiano. “La vida transcurre en un cine sin futuro/ donde pasan la misma película del tiempo.” Todo el sabor de México que percibí en mis películas infantiles lo recupero en este libro donde Leyva se pasea con sus pantalones de niño. Evoca del abuelo de largos cuchillos su destreza en el destazamiento de reses que eran también palabras, antes de que su familia se trasladara con ellas a enseñarlas en los bancos de la escuela. Evodio Escalante, autor del prólogo, señala la reiteración de elementos marinos en estos versos evocativos de una región alejada del mar. También las imágenes del tren que nunca llegaba. Pero la clave reina es el cine. En el poema “Mamaíta” aparece esta imagen nosferatiana. “La garganta del cine es un espejo/ sólo es visible la imagfen del vampiro.” Y remata con la comparación de la proyección cinematográfica con la duración de la vida, en el verso patético a ella igual dedicado: “Un día en la función más larga te apagaste/ Sentí que te dejabas llevar por el silencio.” Ese silencio se transforma en el verbo elogioso de Duranguraños.
José Ángel, en principio producto de un razonamiento específico de llevar una vida económicamente desahogada, se decidió por la medicina. Con especialización psiquiátrica. “Habrá de sobrevivir a la condena/ Será el ángel dragón/ Saldrá del laberinto.” Pero se arrepintió a tiempo. Antes de comenzar a ejercer ya había encontrado la poesía. Y en ella, todo lo que necesitaba, no para combatir los males del cuerpo humano, sino para erradicar el dolor del mundo. Empezando por el suyo propio. El médico que no ejerce observa con ojo clínico el devenir del ser y a través del poema le aplica su medicina. “Cómo dejar de ser lo que no fuimos” , dice en el poema “Duranguraños”, con una precisión que no admite réplica.
Al llegar a la vertiginosa capital, se convierte en Catulo, en un desterrado. Pero ya viene resuelto a utilizar arte y cultura como ariete para romper el marasmo y el conformismo. Y armado de esa ardiente paciencia que nos recomendara el vidente, logra acceder al manejo del tinglado. Se programa como activista cultural de primera línea. Dirige festivales poéticos y ferias del libro, publica su revista Alforja y entrevista a destacados poetas de América para sus libros Versos conversos y Versos comunicantes, escribe su novela La noche del jabalí, lanza su colección de poesía, de la cual se han impreso más de doce títulos, cuatro de ellos colombianos, a mucho honor para quienes no sufren con nuestros éxitos.
Tal fervor, que aplica con desusada generosidad en proyectar la obra de sus colegas, no se veía desde las épocas de El corno emplumado y Pájaro Cascabel, de Sergio Mondragón y Thelma Nava. La función de este empecinado, que aprestigia a su país por sobre la lenta labor de su diplomacia, ha llegado a molestar a los altos heliotropos de la cultura, que inútilmente han tratado de marginarlo. Tal vez por eso en el ensayo de panfleto “La otra patria”, se toma la libertad de expresarle : “Sabes ácida y amarga/ de tanto parir hijos de puta.” Porque la poesía ha de servir, no sólo para edificar las casas del sueño, sino para pasarles cuenta de cobro a los especialistas en contrarrestar ese trabajo con pesadillas. Como si definiera con el encantamiento del canto la filosofía de su misión autoimpuesta, expresa: “La fuerza del hacha es la porfía/ no la brusquedad del metal en el encino.”
Duranguraños es el pago de una deuda con su región, con su familia, con su infancia pellizcada por situaciones imborrables. Sus versos evocativos, que no nostálgicos, porque están situados en un presente que no se va, a la vez deslumbran y queman. Su ritmo debe ser calcado del viento en las serranías. En “este lugar común donde las piedras hablan”, el poeta les contesta a las piedras en su lenguaje. Refiriéndose a Isela, le aplica uno de los más bellos y sugestivos versos eróticos que hayan llegado a mi disfrute: “el corazón relinchando entre sus piernas”.
Aunque no es necesario que la indagación estética de un poeta coincida con la de otro para que ese poeta le guste, declaro que en la obra de José Ángel me siento como en mi albergue. Y más cuando encuentro una referencia lírica a la profesión de mi padre que soporta la mía: “ De sastre y poeta…” De allí subrayo: “Diseñador/ poeta/ sastrólogo de géneros mundanos.” Y si a este par de actividades he de sumar la de erotómano, también tengo mi gratificación en el enhiesto verso de “Álbum familiar”: “Cualquier puerta se abre/ ante el deseo.” Si apelo a mi ego amoroso, me gratifico con este homenaje a su amada Begoña: “Yo soy una de las dos envolturas de tu sombra.” Y si quisiera forzar una alusión a ese mi movimiento nadaísta que me quema por dentro, pero me apaga por fuera, citaría: “Pessoa me hace sentir el roce de la nada/ pero eso es ya sentir el roce de algo.”
La poesía, como revelación y también como pala mecánica, no sólo puede cambiar el mundo, sino que nos puede cambiar de mundo. Me he concedido el privilegio de pasar la noche con esta poesía epitalámica, donde las bodas son las del hombre con su destino. El que viene y el que va. “De afuera vendrán otros caminos” , implica que los caminos no van sino que vienen. Son los versos de un guerrero en el entresueño. De un mexicano que hace más grande y adorable a su país a medida que hace que se le sienta, que se le escuche. El testimonio de uno de esos avanzados que empujan a los otros seres a que sean más humanos. Pocas veces se alían en tal forma un mensaje tan contundente y eficaz con una belleza poblada de meteoros.
Pongo a Duranguraños en un plato de la balanza. En el otro una buena medida del oro filosofal de la poesía. Equilibran.
DESTINO: INCERTIDUMBRE
ELENA MÉNDEZ
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Conducir un tráiler,
Rogelio Guedea,
Literatura Mondadori,
Random House Mondadori,
México, 2008.
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Pocas historias son tan trepidantes como las que nos presenta Rogelio Guedea (Colima, 1974) en su primera novela, Conducir un tráiler, una especie de thriller que nos lleva a recorrer el rostro múltiple de la violencia. Novela escrita con un lenguaje sobrio y sugestivo, muy cercano a la dicción rulfiana, Conducir un tráiler narra dos historias alternadas que, aunque contadas en primera y tercera persona, son una misma historia: la del personaje principal, Abel Corona, que huye en un tráiler de la casa paterna a la busca de una mujer que espera un hijo que tal vez no es suyo y la de las relaciones de venganza entre su familia y la de los Alcaraz. A caballo entre estas dos historias, la novela retrata el mundo de las drogas, el suicidio, la homosexualidad, el abuso sexual, el maltrato intrafamiliar y la necrofilia.
Pero Conducir un tráiler es, sobre todo, una novela que apuesta por la historia. Es una novela que apuesta por contar. La maestría de Guedea para envolverlos en atmósferas propias del cine de suspense, a través de crímenes que se van entretejiendo casi de forma vertiginosa y de investigaciones criminales que parecen no llegar a ninguna parte, lo que recuerda mucho las tramas desarrolladas en la novela negra, mantienen al lector en vilo. Desde que Bulmaro Corona, hermano de Abel, asesina con terrible saña a Cecilio chico, en represalia por invadirle el racho con su ganado, hasta el oprobioso crimen perpetrado en contra de Ismael Corona, también hermano de Abel, quien tiene que padecer los estragos de la venganza, el narrador va dejando pesquisas que el propio lector tendrá que armar a lo largo de la novela para poder completar un acertijo que, al final de cuentas, terminará adquiriendo matices funestos.
Por otro lado, el viaje de ida y vuelta que emprende el protagonista desde el centro-occidente hasta el norte del país, se convertirán en el leitmotiv de la novela, ya que la vida de los traileros vuelta metáfora regirá la existencia de un Abel Corona cuyo destino se halla regido por la incertidumbre, porque “conducir un tráiler es poner las manos en lo incierto. Nunca sabes si llegarás o no. Y cómo o cuándo”.
A la manera de una road movie, Conducir un tráiler refleja, con una veracidad pasmosa, un mundo de seres que viven en un mundo que parece desmoronarse a cada instante. Pero si bien la terrible corrupción e impunidad que permean la trama resultan escabrosas, Guedea es diestro en equilibrar dichos elementos con lo erótico, lo jocoso e incluso lo tierno. Visual y sensorial en todo momento, visceral y con una intensa carga expresiva, Conducir un tráiler es una novela extraordinaria que podría ser vista también desde la pantalla de un cinematógrafo.
Esta ópera prima, que confirma a Guedea como uno de los jóvenes narradores más sólidos dentro del nuevo panorama de escritores mexicanos contemporáneos, nos invita a ser sus copilotos arriba de un tráiler que nos lleva hacia un único destino: el de la incertidumbre.
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Aviso de obra,
Cecilia Romana,
Conaculta,
México, 2008.
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Este libro que recibió el Premio internacional de poesía Jaime Sabines 2006, contiene poemas que constituyen el recuento de la construcción de una mujer. En sus versos la argentina Cecilia Romana nos descubre los caminos y las rupturas que definen lo femenino.
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Oratorio del Agua,
Claudia Santa-Ana,
Alforja-Seminario de Cultura Mexicana,
México, 2008.
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La madurez poética de Claudia Santa-Ana se manifiesta plenamente en este libro del que Jorge Esquinca dice que se trata de una voz que se desplaza de quien formula sus augurios a los terrenos del lector que es el principal testigo del mensaje del autor.
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De árboles y pájaros,
Fenando Ruiz Granados,
Conaculta,
México, 2008.
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En este poemario Ruiz Granados conjunta sus poemas breves elacionados con el mundo oriental y que nos recuedan al espíritu del haiku. En esto se hemana con José Juan Tablada, el iniciador de ese género japonés en nuestro país.
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