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Dos rutas dos (II de IV)
“Hay demasiados momentos de Ópera en los que uno siente que fue al bosque, donde sabe que hay árboles y de hecho los está viendo, pero tiene la clara certidumbre de estar mirando un extrañísimo bosque sin árboles”: así se dijo al final de la primera parte de esta entrega, metaforizando el hecho incómodo de ver cómo, en el primer largometraje de Juan Patricio Riveroll, aquello que pudo ser virtud si se le toma en cuenta por separado, se volvió falencia tan pronto se le considera como lo que no puede dejar de ser, es decir, parte de un conjunto obligado a la armonía.
Se mencionaron, para dar ejemplo de un par de aciertos, fotografía y edición, que sumados a otros renglones logran expresar la intención del director, así explícita, de hacer de la contención el distintivo estilístico de su filme. Empero, también se señalaba que el equilibrio entre los diversos componentes derivó en una atenuación, a saber si voluntaria, de la tensión dramática del relato, hasta alcanzar una grisura que permea el pietaje muy desde el principio.
Puestos a buscar qué otros elementos pueden haber contribuido a dar dicha sensación de grisalla, y de manera asaz enojosa por constituir una paradoja insoluble, pronto se desemboca en la historia misma, consistente en que Marina (Marina Magro Soto), una mujer atractiva que apenas rebasa los veinte años de edad, pasa una noche –extradiegética– con alguien a quien acaba de conocer, un tal Pablo (Arturo Ríos), hombre casado que ya cumplió diez lustros de vida y que trabaja como redactor free lance de guías turísticas, motivo que suele llevarlo a recorrer el país para documentar su labor. La cinta toda descansa, pues, en el hecho de que Marina decidió aceptar la invitación de Pablo a acompañarlo en sus trayectos. Previsiblemente, la joven carece del permiso paterno y así se nos hace saber a temprana altura de la historia, con algunos remaches pespunteados más adelante, los cuales permiten suponer que, con ello, se buscaba conferirle tensión a la trama. También previsiblemente, el peso dramático fundamental de aquélla se ubica en los inevitables desencuentros entre ambos coprotagonistas, consustanciales a las dos condiciones preexistentes bajo las cuales son puestos a interactuar: la primera, que en realidad son y no podrán dejar de ser un par de desconocidos, por más largo que pudiera ser el viaje, y la segunda, que la muy acusada diferencia de edades, naturalmente manifestada en ritmos vitales, intereses, pulsiones, preocupaciones y deseos dispares, ha de alejarlos uno del otro a cada tanto de manera más rotunda.
Juan Patricio Riveroll |
Haciéndose cargo de la obviedad que implica mencionar cuán bajo es el calado de la anécdota arriba descrita, considérese no obstante una certidumbre aparejada, fácil de constatar en infinidad de filmes más o menos similares, a saber, que no por mínima la historia es menos factible extraer de ella una cantidad insospechada de jugo. En otras palabras, los mínimos acontecimientos de los que Ópera está compuesta –la visita a un amigo de Pablo, la parada a medio camino en una fondita donde sucederá un entequilamiento, más un breve etcétera– no son muy diferentes, por cuanto hace a su nula espectacularidad o su claramente limitada función en calidad de picos narrativos, a los sucesos de parecido espesor mínimo que pueden verse, para volver a la comparación con sus antecesores directos, en filmes como Sangre o Japón, por ejemplo. He ahí la paradoja antes mencionada: con elementos que se hermanan, manejados de modo al menos paralelo si no en franca búsqueda de total empatía, Ópera no se muestra capaz de impedir que se produzca la sensación de que en ella no está sucediendo nada, pero un “nada” en términos absolutos, vale decir un “nada” diametralmente opuesto al “nada” aplicable a lo que le sucede a los protagonistas de otros filmes tipo Reygadas, los cuales, en su aparente inmovilidad narrativa, en su engañoso pasmo dramático, cimentan un crescendo interminable de percepciones, estados de ánimo y juegos de expectativa-choque-comprensión de un público que es transformado, apenas notándolo, de simple espectador a virtual participante en aquello que presencia, como puede constatarse en el grado de involucramiento regularmente suscitado por dichos filmes, sin que importe si dicho involucramiento tiene lugar por la vía de la aceptación o por la del rechazo, ya que ambos suelen expresarse con bastante elocuencia.
Por alguna razón en particular o tal vez por todas las aquí expuestas, Ópera se quedó fuera incluso de suscitar una repulsa que, tratándose de este tipo de cine para muchos indigesto, de un modo oblicuo la hubiera reivindicado.
(Continuará) |