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Francis Bacon: el espejo en sí mismo
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El horror en la pintura
Balthus
Balthus, Alice, 1933 |
Nunca he sentido verdadera atracción por el horror, la fealdad, las rarezas equívocas. Todo eso me repugna. Quizá por eso, en un momento dado de su producción, no aprecié los dibujos de mi hermano Pierre Klossowsky, en cuya imaginación caben a menudo la atracción por lo morboso, lo perverso y las seducciones sadomasoquistas. Cuando todo ese arsenal de motivos alardea de proximidad con los mundos divinos, me siento indignado o completamente negado a la recepción de esas obras. O indiferente. Las carnes exhibidas y sangrientas de Francis Bacon me disgustan, aunque reconozco en ellas la obra de un gran pintor, lo mismo que las aventuras transgresoras de Klossowsky. Si estamos rodeados de tantas cosas bellas, ¡Por qué nos empeñamos en evitarlas! Sólo he querido pintar lo que era hermoso, los gatos, los paisajes, la tierra, los frutos, las flores, y por supuesto a mis queridos ángeles, que son como reflejos idealizados, platónicos, de lo divino. No faltarán, desde luego, biógrafos y críticos de arte (los ha habido ya) dispuestos a encontrar posturas eróticas en mis modelos, a mancillar el trabajo de inocencia que he querido hacer, mi búsqueda de eternidad. No importa.
También dirán que he jugado a ser Pigmalión. Pero con ello demostrarán que han entendido mi trabajo. Porque de lo que se trataba era de acercarse al misterio de la infancia, a su languidez de límites imprevistos. Lo que yo quería pintar era el secreto del alma y la tensión oscura y a la vez luminosa de su capullo aún sin abrir del todo. El pasaje, podría decirse, sí, eso es, el pasaje. Ese momento indeciso y turbio en que la inocencia es total y enseguida dará paso a otra edad más determinada, más social. Había algo milagroso en esa labor que conducía hasta lo divino. Creo que Piero della Francesca comprendería lo que estoy diciendo: el tiempo anterior al tiempo que tienes que descubrir, sacar a la luz, y que muestra súbitamente, con toda su desnudez, el rostro inmaterial de la unidad, es decir, de lo divino. Creo que lo he conseguido en algunos de mis retratos de niñas: La faena o La muchacha de la camisa blanca, por ejemplo. Mi pintura trata de un mundo que ya no sucede hoy. De un mundo oculto. El trabajo que he hecho con los materiales convierte al pintor en un verdadero arqueólogo del alma. Excavas, oradas, extiendes la tierra, el lienzo, le das la consistencia del limo de los orígenes, y el tiempo sepultado resurge, renace a la luz del día. La pintura es una justa asunción, una elevación, como en la santa misa la hostia se enarbola como un sol de oro. Por eso el único fin de la pintura es la belleza. Las carnes desplumadas de algunos pintores contemporáneos transforman la pintura en una obra de caída. Luciferina. Cuando de lo que se trata es de alcanzar la belleza divina. Por lo menos sus reflejos.
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