Dos relatos
Columnas:
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA
Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS
Teatro NOÉ MORALES MUÑOZ
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Dos relatos
El faro
(fragmento)
CLAUDIA KARIM QUIROGA
El faro se encarga de repartir la luz. Desde la cama de la habitación, alcanzo a vislumbrar sus destellos. Miguel duerme. Yo le cuento la historia de mi vida para que la olvide al amanecer, para siempre. Para que en la mañana mi voz sólo sea un vago rumor de un sueño confuso. Me levanto y repito su nombre como un mantra. Miguel, Miguel, Miguel. Ignoro si estoy enamorada o confundida. Hace tiempo me perdí en ese límite. También la frontera de su piel me trastorna. En de noche. Su cuerpo se ilumina con la luz. Con la iridiscencia, con las minúsculas gotas de sudor. Y Miguel, a fuerza del encantamiento, empieza a convertirse en varias especies a la vez.
Toda la fauna salvaje pasa por mi cama, a veces, intento protegerme el rostro de sus garras feroces. Otras, permito que sus colmillos me chupen la sangre, pierdo mi color. Me torno pálida. Perezco. A veces, Miguel es un cachorro, me hace cosquillas con su lengua. La lengua puede ser un instrumento insoportable de humedad en mi cuello, o en la axila. No por favor. Por favor. Le suplico. Para. Para. No más. El animal se detiene.
Cada noche debo contarle una historia para que duerma. Llevo miles de noches contándole una en la que los personajes no cambian. Se bañan. O comen y se indigestan. El amor se evapora con los rayos de sol. La magia desaparece cuando se abre la puerta de la habitación y cada uno regresa a su vida pública. El beso es la despedida triunfal de dos almas atribuladas.
Siempre soy yo quien busca por entre los escombros la ropa que dejamos tirada, me visto rápidamente y en ocasiones Miguel me acerca una media. Y si nos quedamos, decíamos triunfales al principio. Y si nos quedamos a vivir aquí. En la habitación del hotel, comemos a domicilio. Quizá debimos hacer la prueba. Al cabo de una semana estaríamos desesperados. Golpeados. Humillados. Sodomizados. Pálidos y cansados. Mejor ni pensarlo. La vida subterránea, la vida que traspira por debajo de la tierra. Es paradójicamente la que nos inspira durante el día. En el largo desfile de encuentros y despedidas. De sonrisas y trabajos. Miguel lleva una camisa azul marino, se recoge las mangas. Los brazos, delgados, con venas muy pronunciadas acaban en dos manos que son como una trasformación para algo divino. Sin duda. Una de sus mayores cualidades físicas. También está su boca. Su cara de bebe y su nariz de chow chow. Miguel podría pasar años enteros con la misma vida. Con los mismos encuentros nocturnos y salidas prematuras. Toda madrugada ha de preceder la mañana. Parece obvio, pero no lo es. En su trabajo Miguel se permite seguir instrucciones. En la cama le corresponde seguir a su instinto. Quién puede resistirse. Quién puede comparar cada etapa, cada tramo en el que trascurre una jornada, con los minutos celestiales en el cuerpo del amor. El disfrute del sexo. La agonía. La perpetuidad y otra vez el desfallecimiento. Sobrevives a pequeñas muertes y el trofeo es una sonrisa y un volvamos a morir otra vez. El dulce juego de morir y resucitar.
Y sí, preferimos quedarnos. Suspendernos en ese trance sin tiempo ni lugar. En los momentos, las horas increíbles de pasión y alegría desbordante.
Aunque nunca hemos compartido más allá de algunas comidas rápidas o un helado. Miguel no es mi compañero. Ni mi amigo. Nuestros encuentros se acuerdan con una llamada telefónica. O en momentos desesperados en los que se convierte en mi sombra. Me persigue, me tortura y finalmente me lleva al recinto donde encontraré la muerte. No opongo resistencia. Me dejo llevar. Me entrego como una ofrenda. Somos dos seres profundamente religiosos.
Con una sonrisa
ARTURO OREA
Se metió a la cama sin ánimo. Los días larguísimos, especialmente con el nuevo horario, a pesar de todo habían volado. No había vuelto a ver a Elena desde varios días atrás. Ese había sido uno de los detonantes de su enojo. Sabía que ella estaba en lo justo. Lo otro, no tenía nombre.
Hizo lo que tenía que hacer. El coraje acumulado. La fecha esperada había llegado, estaba decidido. Desde temprano estuvo dando vueltas a la casa aquella, hasta que llegó el momento. Al salir miró sus manos manchadas. Se sentía más aliviado. Se lo merecían, se dijo. Se alejó con rapidez, pero la tensión apenas comenzaba.
La angustia creció en las últimas horas. De cuando en cuando miraba sus manos manchadas aún. No quiso enterarse de nada, ni radio ni televisión. Ya todos deben saberlo. Ojalá haya servido de algo, pensó antes de dormirse ya tarde.
Al despertar, con todas las horas de una mala noche acumuladas, con un sudor frío que le perlaba la frente y le humedecía la espalda, con el miedo anudado a la garganta, casi sin fuerzas, activó el control de la televisión. La sonrisa de Elena en primer cuadro y la de Él a su lado, con la mano en alto, le confirmó lo ocurrido. Agotado, se desplomó en la cama, con una sonrisa.
TÚ
|