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ANA GARCÍA BERGUA
DE LOS ESCRITORES Y SU CUERPO
Imagen de Raúl Tame |
El poeta Luis Ignacio Helguera, fallecido trágicamente joven, solía contestar cuando le preguntaban si practicaba algún deporte: "a veces me caigo". Supongo que lo mismo se podría aplicar a muchos colegas, pues una labor que por lo general se realiza sentado –no podría asegurar que no existan otras opciones, si no habrá colegas hombres que escriban colgados o de cabeza como murciélagos o colegas mujeres que lo hagan acostadas en el piso con las piernas en la pared, o bien todos de rodillas, postrados vanidosamente ante sus textos o de manera devota ante uno de Borges, por ejemplo– tiene poca relación con las imágenes de los corredores de cien metros, los futbolistas o las afanadas damas que nos bamboleamos haciendo estiramientos, aerobics o lo que Dios nos permita a estas alturas. Es metafísica, incluso, la sensación de olvido del cuerpo mientras uno lee o escribe, sólo un ratito, hasta que el olvidado irrumpe y nos despierta del pasmo; el estorbo que representa con sus quejidos, sus tensiones, sus torceduras y sus tercas necesidades –todavía quiero un cigarro, debo ir al baño, tengo hambre, me duele un tobillo, ya se me cansó la espalda, este país está al borde del desastre (ya hasta el cuerpo se inquieta con esos temas)–, todo lo cual impide la concentración, la entrega absoluta a la escritura. Uno quisiera a veces ser un alma nada más con ojos y manos, una especie de cerebro inmutable, como aquella cosa en que se convierte el señor Burns en el futuro, en un episodio inolvidable de Los Simpsons (el del oso de peluche), pero como me decía un psicoanalista: el alma existe mientras no te duela algo. Ahí terminan las abstracciones, cuando el cuerpo comienza a gritar su existencia y sus necesidades, y nos impide concentrarnos en el poema, la novela o el instructivo aeronáutico –cada quien se inspira como puede. Al parecer esa era una de las razones por las que los místicos de antaño insistían en martirizarlo, mal método si pensamos que se trataba, aparentemente, de olvidarse de él. Tal vez con el dolor se aplaquen los deseos, ¿pero cómo se aplacará entonces el dolor? Luego hay tramposillos que se aficionan a él y hasta les gusta que los latigueen, u otros que se duermen con muchos analgésicos encima para despistarlo. Los místicos de ahora resultan peores: no dejan de pensar en el cuerpo con las dietas especiales, los tés, las velas que despiden olores curativos: una monserga, vamos, esto del cuerpo.
También el espíritu –o la mente, si nos inclinamos por la ciencia, que tiene en realidad muchos más misterios que la mística– es algo un poco traicionero: podemos pasar tediosas horas aguardando a que llegue la iluminación, la idea salvadora o el íncipit largamente esperado de la novela que, estamos seguros, acecha en alguna parte misteriosa del díscolo yo. Sentados permaneceremos, que nada ocurrirá y luego nuestra mamá nos llamará por teléfono o tendremos que ir a la tienda y pensar en frutas y verduras, o en las apreturas económicas de final de año. Pero cuando salimos a caminar, o peor, cuando estamos corriendo para alcanzar el camión o a nuestra criatura de siete años que insiste en actuar como si los automovilistas de esta ciudad no tuvieran gravísimos problemas de conducta, cuando nos afanamos en realizar sentadillas, lagartijas o yoga, a mitad de un salón atestado con música oriental a todo volumen, la idea salvífica, como decían nuestros abuelitos, aparece de golpe en el cerebro. La mente parece vengarse interrumpiendo al cuerpo: ¿ya viste lo que se siente?, le dice, a ver, ahora sigue haciendo abdominales, no te pasmes. ¿Y qué hacer, dónde anotar, sobre todo si la inspiración llega en la forma de frase exacta, musical, cuya magia se perdería en la triste forma de idea general que sale al tratar de recordarla, tres horas y varias conversaciones sobre el dolor de espalda después? Y si la idea aparece a la mitad de la calle, el cuerpo se vengará tropezando (la verdad es que hay épocas en que me pasa mucho). Por eso hay escritores de libreta perpetua que hasta caen mal, o peor aún, de grabadora, como el personaje aquel tan pesado de Woody Allen, que grababa cuanta tontería lo iluminaba. Uno no es de ésos, un poco por distracción, otro por vergüenza o exceso de confianza; por eso, pienso, el aire de Coyoacán debe estar un poco contaminado de las frases que a los bastantes escritores que habitamos aquí se nos escaparán mientras jadeamos y corremos por los Viveros: sólo espero que no causen molestias respiratorias.
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