El hilo rojo
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El hilo rojo
Mónica Lavín
Foto: Sofía Arzate-ZoneZero, Yo mismo, EU, 2004 |
Te sientas a comer como todos los días y hundes la cuchara en la sopa. Como siempre mamá pregunta cómo te fue en la secundaria y tú esquiva dices que bien. Así, a secas. ¿Nada especial?, vuelve a preguntar tu madre y temes que papá responda porque lo conoces y es directo y no oculta las cosas, tampoco las sabe dilatar. Te miras el hilo rojo atado al dedo índice de la mano izquierda mientras disfrutas la sopa de pasta. Deseas que tu padre guarde silencio. Pasó algo terrible, dice. ¿Qué pasó?, pregunta tu madre alarmada y pausando la cuchara. Te mira como si fueras tú la del problema y tú miras el dedo intentando recordar porqué te ataste el hilo, para acordarte de qué. Maldito remedio ese de usar un hilo si uno no sabe de qué se tiene que acordar. Le copiaste a Teresa que usaba ese método. Murió un estudiante, dice papá y la cuchara te pesa como si las municiones fueran de metal. Te sorprende lo que pueden hacer las palabras. No levantas la vista porque sabes lo que viene. Se ahorcó, aclara papá. Y mamá se tapa la cara. Aunque la veas de reojo porque ella está sentada en la cabecera y papá en la otra y tú en medio, sabes que ese es su gesto. Lo siento, nena, intenta estirar la mano y alcanzarte. Pero tú no estiras el brazo, ni detienes el movimiento de la cuchara a tu boca. Y no la volteas a ver. Sabes que descubrirás sus ojos acuosos. Pero mamá sigue: lo siento por sus padres. ¿Qué pasó?, insiste persiguiendo los detalles. Como si no le bastara con el resultado. Joaquín ya no fue hoy a la escuela. Su asiento estuvo vacío. Su espacio en la cola de la lonchería, su posición en la cancha de futbol. Y ves la cara de Joaquín, te das cuenta de que la muerte congela las caras. Como una foto. Lo ves sonriente. Y escuchas su voz y es nítida, pastosa, bromista. No era tu mejor amigo, pero era uno más del salón. Su madre le dijo que no podía ir a casa de Juan esa noche. Qué barbaridad, dice tu madre. Quieres que se callen, que ya se lleven el plato de sopa vacío que traigan la carne. Tienes mucha hambre, además hay milanesas. Te encantan las milanesas. Quieres comer pero ellos siguen. Tu padre explica que no sabe si fue un accidente, si era un mero escarmiento, si se le pasó la mano. Claro que se le pasó la mano, piensas, si no no estarían hablando de él en la mesa. Nunca antes han hablado de él. Y ahora papá quiere contar lo que recuerda de su alumno. A veces parece conocerlos mejor que ella. Sabe de sus compañeros y de los padres de sus compañeros. Los conoce a todos. Es una escuela grande pero como si fuera pequeña. Los padres mandan a sus hijos y éstos a los suyos y todos tienen un vínculo con un apellido en la historia del colegio. Mamá no fue a ese colegio y papá la sitúa. Es hijo de fulanita y fulanito. Mamá se olvida de servirnos las milanesas. Se las tengo que pedir pero no quiero porque sus ojos se encontrarán con los míos. Le digo de prisa: Sírveme, mamá. Responde Nena, titubeante, mientras toma mi plato. Deja la palabra en el aire, como diciendo te comprendo, ella cree que eso dice y también cree que me comprende. Acaso sabe ella por qué me até este hilo rojo. Le doy vueltas en mi dedo mientras me sirve la milanesa con las papas. Más, le digo, cuando me devuelve el plato. Ella, por supuesto, no come. Ya no hablamos. Mi padre y yo masticamos la milanesa en silencio. Ahorcarse, dice mamá de pronto como si no pudiera estar sola con la noticia, como si necesitara hablarla para diluirla como el agua de limón en mi estómago. Doy grandes tragos y miro mi dedo por el cristal del vaso, el hilo rojo se transparenta. Me concentro. ¿Sería un trabajo de la escuela? ¿Un libro que tengo que leer? ¿El cumpleaños de una amiga?
¿Le van a hacer algo?, pregunta mamá cuando papá dice que se recostará un rato y se levanta, atribulado por su propia pena. Me pone la mano en un hombro y me descubre jugando con el hilo que llevo atado en el dedo. Jalo de una de las puntas y no lo miro. No sé, responde. ¿Quieres acordarte de algo?, me pregunta. Sí, le digo, y no pone más atención. Se va al estudio. Mamá y yo lo escuchamos, enciende la televisión para que lo arrulle y se tumba. Lo podemos ver aunque no estemos allí. Dormirá o no pero estará un buen rato en esa penumbra adormecedora. Mamá no perdona su café. Enciende un cigarro y trata de decir algo distinto, algo que borre la noticia ominosa de la mesa, que se vaya con los platos sucios. ¿Quieres ir al velorio?, me interpela. No, le contesto y de pronto descubro la razón del hilo rojo. Tengo una fiesta el viernes, le digo a mamá, en casa de Marisa. ¿La que vive en Xochimilco?, me pregunta horrorizada. Estamos invitados a dormir. ¿Todos?, sigue. Sí. ¿Tienes ánimos? Sí, insisto. Pero el sábado es cuando desayunamos con tus abuelos. Quiero ir, le digo. Doy vueltas al hilo y enredo las puntas colgantes y las aprieto. Tengo muchas ganas de ir. Mi dedo se pone rojo y mamá lo mira, abre los ojos como si estuvieran en otro lado. Sí, me dice, por supuesto. Haz lo que quieras, nena.
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