Andrés Henestrosa, el libro y la lectura
JUAN DOMINGO ARGÜELLES
Columnas:
Y Ahora Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA
La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO
Tetraedro JORGE MOCH
(h)ojeadas:
Reseña
de Enrique Héctor González sobre De la cima a la sima
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Juan Domingo Argüelles
Andrés Henestrosa, el libro y la lectura
Con más de cien años de edad (lo cual ocurrirá el 30 de noviembre de 2006), Andrés Henestrosa (Ixhuatán, Oaxaca, 1906) es uno de los mejores prosistas de México y uno de los lectores más apasionados, formador de una espléndida biblioteca de cuarenta mil volúmenes que en 2003 donó al pueblo de Oaxaca.
Collage digital de Francisco García Noriega. Foto: José Antonio López/archivo La Jornada |
Autor de algunos libros esenciales en las letras mexicanas (Los hombres que dispersó la danza, Retrato de mi madre y otras narraciones, Los caminos de Juárez), Henestrosa hubo de aprender la lengua española (su lengua materna es el zapoteco) y lo hizo sobre todo en los libros, hacia los cuales tiene, más que aprecio y gratitud, una veneración sagrada.
Aunque sabe y pregona que hay obras superiores a otras (las inmemoriales, las imprescindibles), al igual que lo creían Plinio y Cervantes, para Henestrosa no hay libro malo que no tenga algo bueno, pues "si entretiene, si procura momentáneo olvido de los rigores de la vida, todos los libros y todos los autores son iguales".
Piensa que quien lee libros acaba por escribirlos, tal y como le sucedió a él. El lector es, potencialmente, un escritor, y esa potencia suele despertarse en tanto más libros se leen y más se goza lo leído y se reflexiona sobre la lectura.
Dentro de la concepción educativa y cultural de Henestrosa, los libros son objetos sagrados que arrojan luz sobre la inteligencia y la sensibilidad; iluminan el alma y la mente, y amplían el alcance del espíritu; en otras palabras, nos sacan de las tinieblas, nos ayudan a vivir y nos hacen mejores. El escritor explica: "Quien lee una obra bella, de ésas que sólo a ratos se escriben, pasa de la sombra a la luz. Otro antídoto no hay contra la desesperanza que la lectura."
Al recordar sus lecturas más entrañables, Henestrosa se remonta a los tiempos en los que llegó a Ciudad de México, a la edad de dieseis años, procedente de Juchitán, Oaxaca, el 28 de diciembre de 1922, y conoció a José Vasconcelos, quien le proporcionó los medios para su educación profesional. En Una alacena de minucias rememora: "La Escuela Normal para Varones estaba allí, abierta a indios, huérfanos y pobres. Y como yo era todo eso, a la Normal fui a recalar, náufrago. Leí libros sin entenderlos bien a bien. Pero los leí."
Los libros, a fuerza de leerlos, redimen. Aunque un indio que no sabe bien a bien la lengua no los comprenda del todo al principio, acabará no sólo por comprenderlos, sino también por amarlos y atesorarlos. En Divagario, escribe que José Vasconcelos "soñó como otro grande, par suyo, redimir a su pueblo por virtud del alfabeto, las aulas, los libros que distribuyó gratuitos y, cuando no, a bajo precio. Fue así como pasaron a manos de todos, Homero, Platón, Plotino, Eurípides, Esquilo, Sófocles, el Dante, Tolstoi, Goethe. Sólo quien no quiso no los leyó. Yo, recién bajado del monte, los leí. Otro mundo me pareció, y lo era. Era como si, de altísimas ventanas, me asomara al mundo".
Añade que "los demagogos de entonces le afearon a Vasconcelos la publicación de los clásicos para un pueblo analfabeto", pero Vasconcelos resistió sin alterar el paso: "Los libros estaban destinados a los que ya sabían leer, pero también para los que iban a aprender a leer. En el futuro tenía puestos los ojos. Y el tiempo le dio la razón."
Foto: archivo Cibeles Henestrosa, tomada del libro Andanzas, Sandungas y amoríos, coeditado por Plaza y Valdéz/ UNAM |
Sabedor de que el libro forma a las personas y que la lectura construye del modo más amplio y profundo al ser humano, Henestrosa ha insistido, a lo largo de su vida, en la necesidad de que la lectura de libros esenciales sea práctica común entre los niños y los jóvenes; que el libro esté presente desde la más tierna edad, porque el impulso que nos viene de la infancia nos lleva y nos llevará siempre por la vida, y así una palabra que ni siquiera podemos decir cuándo llegó a nosotros es –aun sin saberlo conscientemente– decisiva y fundamental para lo que haremos después.
Su conclusión en este sentido es toda una lección de cultura clásica: "Los libros de la niñez no pasan nunca, no envejecen, no mueren. En sus líneas, que no en balde parecen surcos, los poetas arrojaron la simiente de las palabras que después han florecido en el hombre. El niño no se detuvo a ver si las palabras eran bellas, si los pensamientos excelsos, si la emoción legítima. Se conformó con recibirlas, arrobarse con su música, darles sentido cuando no alcanzó el suyo verdadero. Y hasta en esto, el texto no quedó perdido. Porque nada de lo que llega al niño se pierde: con lo que hoy no entendió se ayudará para entender mañana."
Así como dice el refrán popular que "dinero llama dinero", dando a entender que el dinero posee un secreto magnetismo y que de ordinario va a parar a las manos de quienes ya lo poseen en gran cantidad, para engrandecer aún más su caudal y su avaricia, a decir de Andrés Henestrosa "los libros se atraen, se buscan, se llaman, reclaman compañía", y con ello dan lugar a la biblioteca. Lo sabe muy bien este escritor y formador de bibliotecas.
¿Y cómo se va formando una biblioteca particular? Generalmente, con sacrificios. Renunciando a muchas cosas materiales necesarias y a algunos lujos a los que el grueso de la gente no renunciaría jamás y menos aún para hacer una biblioteca. En las manos del que ama los libros y no puede imaginar la felicidad sin la lectura, los libros llaman a los libros, y van aumentando su número de manera fecunda. Para él no hay excusa que valga para no formar una biblioteca, y menos que todas las que se refieren a la falta de espacio y de dinero. El amante de los libros hará una biblioteca aun sacrificando lo estricto, no digamos ya lo superfluo. Y llega un momento en que los libros son muchos, pero el que los ama se resiste, y se resistirá siempre, a deshacerse de ellos. No son cosa menor; son parte ya de su vida.
En la página de su Divagario correspondiente al 12 de febrero de 1985, Andrés Henestrosa cuenta lo siguiente al lector: "No queda un espacio para un libro más en la casa que ahora habito. De las dos anteriores me echaron –esa es la palabra los libros. De ésta no podré irme; cuando se construyó, más que una casa habitación, se quiso una biblioteca y eso es, más que otra cosa. Prometí que nunca más pensaría agregar estantes, cubrir algún espacio que sobrara. Sí, pero poco después se cubrió el espacio destinado a los cuadros, ahora repartidos en toda la casa."
Ante los muchos libros que invaden los espacios habitables, aun el descarte y el expurgo (como lo hicieron el cura y el barbero con la biblioteca de Don Quijote) son trances dolorosos. Es fácil deshacerse de los libros estúpidos y aun de los divertidos pero intrascendentes; lo verdaderamente difícil es prescindir de los más entrañables. Refiere don Andrés: "Quien se desprendió de una obra amada, de aquella con que lo ligaban recuerdos, que significó sacrificio adquirir, se dará cuenta de los días que estoy pasando. Las obras de Azorín, casi todas en sus primeras ediciones, ocupan un metro, casi un anaquel; en Obras completas cabrían en treinta centímetros. Sí, pero ¿cómo desprenderme de libros que obtuve hace muchos años, en dominicales excursiones bibliográficas, con el sacrificio de medio pan? Porque cuando entonces tenía un peso, dedicaba la mitad a la adquisición de un libro, y si sólo la mitad del peso, me quedaba sin medio pan. Recuerdos, sacrificios, paciencia, me unen con mis libros."
En su Divagario del 20 de agosto de 1985, don Andrés reitera: "Aquí no cabe un libro más. Y todos los días llega uno nuevo, otro huésped. Porque el libro, que no puede estar solo, llama al libro. Si no, ¿cómo habría bibliotecas? Quien lee uno, lee dos. El que escribe uno, escribe uno más."
Para Andrés Henestrosa, la biblioteca es el recinto natural del lector, el ámbito pleno, el santuario del que lee. Añade: "Un libro no puede estar solo ni callado. Precisa de la amistad y el diálogo. Ése es, y no otro, el origen de las bibliotecas, cualquiera que sea su tamaño y su materia. El día que un libro llega a una casa, se puede decir que ha comenzado a crearse una biblioteca."
Vasos comunicantes, los libros hacen y definen la biblioteca no por su cantidad, sino por su calidad y por su capacidad de dialogar entre sí. "La biblioteca –dice acertadamente don Andrés– no tiene número, no queda definida por la cantidad, ni por el número de volúmenes que la integran. Integrar ya quiere decir cosa por entero, completa, entera. Una docena de libros, con tal de que sean los esenciales, los inmemoriales, constituyen una biblioteca. [...] Cuando se habla de una gran biblioteca, más se habla y se refiere a la calidad y excelencia de su contenido que de su número. Cien libros hacen una biblioteca. Un millón no la hacen."
Collage digital de Francisco García Noriega. Foto: Alfredo Domínguez/archivo La Jornada |
Y concluye: "Todo conjunto, colección, acervo, si satisface, independientemente de su número, una necesidad de conocimiento, del placer de leer, es una biblioteca."
A lo largo de los años, Andrés Henestrosa formó su biblioteca con obras de literatura mexicana e hispanoamericana, historia de México, lingüística y lenguas indígenas, y con primeras ediciones, ejemplares dedicados por sus autores y ediciones de los siglos xviii y xix.
Uno de los peores y más previsibles destinos de las bibliotecas particulares, que se forman amorosamente y con sacrificios mil, es que, a la muerte del bibliófilo, sus deudos la desintegren, la dejen morir o la dilapiden. En el mejor de los casos la ceden o la venden íntegra a otros amantes de los libros; sólo así la biblioteca se habrá salvado, y habrán tenido sentido los afanes del que la formó con denodado esfuerzo y renunciando no sólo a lo superfluo sino incluso a lo estricto.
Sin el amor del que las formó, con alguna frecuencia las bibliotecas languidecen en manos de los herederos, a quienes les estorban, porque nadie a quien no le haya costado sacrificios hacer una biblioteca les tendrá el mismo amor a esos libros, y buscará deshacerse cuando antes de ellos.
Al respecto, el 13 de octubre de 1987, en su Divagario, Andrés Henestrosa reflexionó del siguiente modo: "Muere un hombre que ha reunido libros, los ha leído, los ha escrito a lo largo de muchos años y uno piensa que no tardará mucho para que la biblioteca que logró formar con paciencia, sacrificios y amor aparezca mutilada en las librerías de viejo, o mejor dicho, de segunda mano, porque los libros no envejecen. Alegra cuando no ocurre y los familiares las conservan y lo que alegra aún más: que la biblioteca se venda en su integridad, ya a personas, ya a instituciones privadas, públicas, nacionales o extranjeras."
En el pensamiento de Henestrosa, que se forjó en la cultura clásica, los libros constituyen la compañía más grata, los amigos más constantes y generosos. A cambio de ello, sólo reclaman "un trato frecuente, delicado, comedido". Los libros, en este sentido, no son objetos inanimados. "Se diría –explica el escritor– que tienen voluntad y que algunas veces toman venganza porque se les olvide o posponga. Entonces, como que se esconden y se ocultan de nuestra mirada. Lo tienes frente a los ojos, pero tardas en localizarlo, en dar con él. ¿Qué es lo que ha ocurrido? Nada. El libro sólo quería darte un mal rato, nada más se propuso crearte el pasajero pesar de creer que se había perdido, que se había ido de la casa, lastimado de tu olvido y abandono."
Bibliotecario, bibliófilo y bibliófago, Andrés Henestrosa sabe que los libros y las bibliotecas exigen trato de seres vivos, pues no otra cosa son: multiplican su progenie (quien llevó un libro a su casa llevará otro), y demandan constantemente la atención del lector. La biblioteca particular es así ese universo donde leemos nuestro pasado y nuestro presente y donde acaso advirtamos nuestro porvenir. Tiene razón Andrés Henestrosa: el destino del que lee un libro es leer dos, y tres y más, y muy probablemente acabe también escribiendo otros.
Hablar con los libros, entablar con ellos una amistad sólida y duradera es una forma de decir que aquel que lee libros lo hará toda su vida, hasta el fin de sus días. Y ello quiere decir que los libros tendrán por compañía, siempre, más libros, hasta rebasar incluso el espacio habitable. Lo dijo, y lo creía firmemente, Edmundo de Amicis: "una casa sin libros es una casa vacía" y "el destino de muchos hombres depende de haber tenido o no una biblioteca en su casa paterna".
Escribe Andrés Henestrosa en su Divagario del 20 de agosto de 1985: "En esta biblioteca ya no cabe un libro más, por mucho que se aprieten, que cierren filas. Siento que ya se estorban y que a veces riñen. Tan cercanos, que ya se hablan al oído, en secreto, cuando el diálogo si no lo escucha un tercero ya no es tal diálogo. Si no se habla con el vecino de enfrente no se habló con nadie. Los libros y los autores hablan, entre sí, dialogan, se platican, intercambian noticias: de esa comunicación, crecen, se multiplican, engendran hijos."
Los libros reclaman compañía y conversación; no son objetos inertes, por más que parezcan muertos. En todo caso, esos muertos hablan. Lo sabe Andrés Henestrosa, como lo supo Francisco de Quevedo, que lo dijo de este modo insuperable: "Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos, pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos."
Para Andrés Henestrosa, los libros, siempre vivos, perfeccionan, pulen el alma y la obligan a aspirar a cosas de veras grandes, no aparentes. Esta convicción viene de la más antigua tradición cultural que entiende la acción del libro como transformadora de la personalidad y de la vida. El libro no es, nada más, en este sentido, un objeto como cualquier otro, sino uno muy especial o, como dijera Borges, el más prodigioso invento de la humanidad.
En Una alacena de minucias, Henestrosa afirma que "el libro físicamente considerado es tan noble, tan hermoso, como es sagrado y sublime por su contenido". Asimismo, en su Divagario lo llama obra excelsa y suma de sabidurías y, pleno de fervor, lo describe del siguiente modo: "Visto por fuera, como mera obra de las manos, imparte una elocuente cátedra: aquella según la cual en la criatura de apariencia más humilde caben la perfección y la belleza. Visto el libro en el estante, sobre la mesa, tras una vitrina incita ponerle la mano encima, acariciarlo, abrirlo, recorrer sus páginas. Su cercanía, su compañía, pacifica, contagia el elocuente silencio, paz, quietud que lo trasciende. Tenerlo desasniza, escribió brusco, bronco, Miguel de Unamuno. Y, si no, debió escribirlo. Con verlo dan ganas de escribirlo y, con solo eso, en cierto modo, lo escribes. Leerlo, verlo por dentro, en su intimidad y esencia, es todo lo dicho y algo más: es comulgar con quien lo escribió, con su alma, la frente y el estro que presidieron su nacimiento. Con sudor, sangre, lágrimas, sinónimo de semen, se escriben los libros, se crea toda obra."
Los libros, para Henestrosa, van encontrando su destino en las manos de los lectores, y asegura que si no hay mal libro, tampoco hay mal lector si éste sabe distinguir los beneficios de los perjuicios que le puede traer un libro. Acerca de una de sus tantas incursiones de descarte por su biblioteca, don Andrés recuerda el 22 de octubre de 1986 (Divagario):
"Los libros que creí útiles en este o aquel lugar; en este o aquel lector, ya me desprendí de ellos; otros no me atreví a poner en otras manos por considerar que no benefician, sino perjudican, que no sirven a los fines éticos del hombre, independientemente de que sean obras geniales, escritas por autores famosos; yo nunca regalaría un libro que yo no pudiera leer; no recomendaría su lectura, aunque yo lo hubiera leído: el daño queda en mí y no lo comparto ni reparto."
Henestrosa parte de su propia experiencia para acercar o evitar los libros a los otros lectores. Cree firmemente que los buenos libros se pueden leer por donde se abran, y él mismo hace la prueba al releer ciertos libros selectos de su biblioteca. Vuelve una y otra vez a los libros queridos porque releer viene a ser un retorno a la isla dorada de la infancia: la infancia del lector y la infancia del hombre que regresa a sus primeras lecturas para reconocerse.
Para el lector Henestrosa, releer es saludable, vivifica, porque los libros tienen que ver con lo que fuimos, con lo que éramos cuando los leímos, y algunos nos llevan de viaje a recordar nuestra niñez y nuestra juventud. Explica: "A algunos vuelvo de cuando en cuando. Porque leídos en mis inicios de lector, encuentro en sus páginas gratos motivos de recordación, añoranza, recuerdo de ambientes que creí para siempre idos. A ninguno desdeño si me dio una lección, si me ayudó a vivir y a crecer, si puso en mí la simiente de una palabra futura, que fuera mía."
A decir del autor de Los hombres que dispersó la danza, el mejor lector es el que empieza a leer tempranamente, y nunca sabe en qué momento una palabra perdida en una página depositó en él una vocación que el tiempo se encargó de desarrollar.
El indio zapoteca que dejó su natal Oaxaca y llegó a la capital del país uno de los últimos días del año 1922, aprendió el español y lo fue perfeccionando gracias a los libros a los que entregó su más grande pasión. Luego escribió otros libros. Al celebrar su cumpleaños número cien, celebramos también su idea de la lectura y ese destino lector ante el cual hace dos décadas se preguntaba: "¿Cómo puede ser que todos los días, a la primera luz, escriba una cuartilla, lea unas páginas, contemple desde mi mesa de trabajo los libros que a lo largo de seis decenios he venido reuniendo? Y esto, aún más extraño: que los haya leído y de algunos recibido lecciones de belleza, verdad y deber."
|