| 
 Portada 
Presentación 
Bazar de asombros 
      HUGO GUTIÉRREZ VEGA 
ODESSA 
      LEANDRO ARELLANO 	  
Rima 
      YORGOS SEFERIS 
El legado poético de  José Hierro 
      MIGUEL ANGEL MUÑOZ 
El orgullo del poeta 
      LUIS GARCÍA MONTERO 
Dos poemas 
Rolando Hinojosa, candidato al Cervantes 
      RICARDO BADA 
Saramago: la realidad  es otra 
      CARLOS PAYÁN Entrevista con  JOSÉ SARAMAGO 
Gran Hermano en la  Triple Frontera 
      GABRIEL COCIMANO 
Leer 
Columnas: 
        Jornada de Poesía 
        JUAN DOMINGO ARGUELLES 
		Paso a Retirarme 
        ANA GARCÍA BERGUA 
		Bemol Sostenido 
		ALONSO ARREOLA 
		Cinexcusas 
		LUIS TOVAR 
		La Jornada Virtual 
		NAIEF YEHYA 
		Cabezalcubo 
		JORGE MOCH 
		Artes Visuales 
		GERMAINE GÓMEZ HARO 
		A Lápiz 
        ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR 
		
		  
   Directorio 
     Núm. anteriores 
        [email protected]    
   
   | 
    | 
  
       
	
	ODESSA
	
 Leandro Arellano
 
 
  
  El calor era intenso cuando abordamos el barco aquella mañana. Había turistas de varias lenguas y tonos de piel. A mí me alentaba la cercanía, luego de una larga espera. Mi emoción por esa ciudad cuyo nombre posee ecos de mujer y reminiscencias de diosa griega, era antigua, como ella misma. Remota y ajena como los cuentos de Las mil y una noches. Es un nombre hermoso para una ciudad alejada de mis coordenadas. Cada noche despejada la luna la cobija y las espumas del mar oscuro acarician sus playas.  
Isaac Babel la comparó con el San Petersburgo de su tiempo y la quiso la ciudad más encantadora del Imperio. Las aguas del Mar Negro bañan sus arenas, como hace cinco mil años. Metí mis pies al agua al amanecer, con la esperanza de que las olas naveguen hacia ella y le anuncien mi llegada, que encallen en sus rocas transportando el calor de las plantas de mis pies, impulsado por el influjo de la ondas, el mismo que arrastra el contrabando hasta su suelo. 
Los Argonautas atracaron en sus costas en tiempos  heroicos. Era entonces una aldea con nombre extraño, cuando aún no levantaban el puerto que hoy le sirve de umbral y acoge a miles de viajeros. Por allí también subió la cruz oriental en ruta a todos los rincones de la madre Rusia. ¿Todavía deambularán en sus aceras los antiguos  descendientes de Israel que aligeraban la vida de la ciudad? Quién sabe cuántos hayan sobrevivido al doble yugo.  
Alzo la vista hacia ella pero no alcanzo a divisarla. Nunca me ha abandonado la certeza de que los pasos del mar me conducirán alguna vez hasta sus calles. Sólo voy a donde  tengo que ir, es un mandamiento.  
Pero a esa ciudad la deseé porque la imaginaba acogedora. Así contemplo al fin una ventana abierta hacia el mar, por donde entra el sol a borbotones. Allí, sentada ante un escritorio, una poetisa –quizá una nieta de Babel– fantasea con un escritor de una nación lejana –México, acaso– del que nunca conocerá su nombre. Y descubro a un artista de bucles oscuros, a la mesa de un café de griegos, con la vista clavada en las espumas que acarrea el mar desde playas lejanas. El artista, en su ensueño, observa al viajero consultando en el mapa los contornos de la ciudad y cómo observa también a la poeta –quizás se trata solamente de una madre que escribe a su hijo ausente– con la pluma en la mano a través de la ventana.  
Luego, el artista copia a grandes trazos los rasgos del rostro rubio que aparece en una foto amarillenta. Al reverso de la foto el reflejo del mar lee la dedicatoria. Las campanas y el incensario anuncian el Miserere, y los relámpagos rosados de la tarde se ocultan despacio detrás de las colinas. La ciudad se prepara a cerrar los ojos para recordar al día siguiente.  
El aire se serena cuando una estrella se aclara el abrigo de la noche. Entonces yo me echo a andar con ella.  
  |