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Autopsia a un copo de nieve
Luis Santillán (Ciudad de México, 1976) obtuvo con Autopsia a un copo de nieve el Premio Nacional de Dramaturgia INBA–Baja California 2005; su disección de las relaciones de una familia compuesta por tres mujeres encapsuladas en un microcosmos cotidiano desprovisto por completo de la influencia de la figura masculina, debió convencer a los jurados de la pertinencia y actualidad de su análisis socioemotivo. Una de tantas familias en las que la espera por el padre ha sido derogada, en las que los roles que la ausencia de testosterona condiciona se asumen a veces con una crueldad inesperada para lo que suele asociarse con el temperamento femenino. Una de tantas historias retorcidas que se desarrollan tras los muros de una casa que parece aislada del transcurso de la vida en la gran ciudad, el tipo de anécdota cuya confección gradual nadie imagina y que de repente sacude la simulación perenne de un vecindario de clase media.
Porque la base anecdótica elegida por el dramaturgo para desdoblar su mirada sobre la mujer es indudablemente lapidaria: asistimos a la burbuja creada en torno a Catalina (Surya McGregor), madre amputada de sensibilidad para con su hija Nicoleta (Marijo Fernández), niña saturnina a la que la solidaridad de su hermana Natalikova (Isabel Piquer) no alcanza a rescatar del abismo. La sensación de que un cerco de fatalidad se cierne sobre la niña se acentúa con una particularidad del espacio: la ficción santillaniana se desenvuelve casi enteramente en el baño. No porque no pueda acontecer en otras partes de la casa familiar, sino porque el escritor traduce emoción por intimidad, y nada como el confinamiento del baño para tales efectos.
La contundencia de las premisas narrativas se acompaña de otra característica que opera en contraefecto: una idealización edulcolorada de lo femenino, patente en una sensación general de que los elementos dramatúrgicos (trama, diálogos, diégesis en general) están dispuestos para aminorar los efectos del desenlace trágico y acercarnos a la empatía de la niña protagonista a través de la ternura. Es mediante sus ojos que se nos cuenta la historia; de los otros personajes apenas sabemos menos que lo esencial. La madre es distante sólo ejerciendo esa distancia, y sus motivos los desconocemos; cuando en cierto punto le asesta a la pequeña que le parecería mejor que no hubiera nacido, atendemos a un momento de una crueldad tan potente como injustificada dentro de los parámetros psicologistas establecidos por el propio Santillán. Se quiere presentar, sí, una tragedia, pero los efectos que ésta ha de causarnos se encuentran teledirigidos; no es gratuito que la referencia al copo de nieve del título quiera metaforizar sin demasiado rebuscamiento la fragilidad de la mente infantil. Llegamos desde el principio condicionados a la solidaridad, hemos sido llamados a plañir la caída de una heroína cuyo único error es ser pura y joven en un mundo adulto –el adulto considerado como ente desprovisto de goce existencial por el simple hecho de tener más tiempo alejado del vientre materno. Y por eso mismo no nos sumergimos en el abismo: lo atisbamos a través del filtro coloreado del sentimentalismo.
Fotos: Andrea López |
Richard Viqueira y José Alberto Gallardo codirigen la puesta en escena de la obra de Santillán en el Teatro Santa Catarina de la unam . El diseño binario del montaje apunta a un distanciamiento probable de los hechos emotivos de la obra en abono directo de una frialdad maquinal; así en el diseño espacial y el vestuario de Mónica Raya, proclive a la sistematización repetitiva: blanco con variaciones sutiles para las tres actrices, pelucas platinadas idénticas, disposición esparcida de jarras y tubos con agua intervenidos alternadamente por lo que parece ser leche. Debemos decir que la mayor virtud del binomio es lo que consiguen de su elenco: la niña Fernández acaso batalle más por rebasar esa empatía condicionada ya referida con la que se ha trazado su personaje. Piquer y McGregor evaden con éxito la chabacanería franca, aunque no puedan habitar esa distancia pretendida por los dos directores. Un pasaje es elocuente: la “nevada”, fabricada con papelitos blancos, con la que Nicoleta experimenta su último contacto con el exterior. Nada menos frío, pocas cosas menos cursis. Allí una certeza: el artificio emocional ha triunfado sobre la búsqueda probable de alguna forma (aunque fuera ligera) del pathos.
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