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Hugo Gutiérrez Vega
ORADORES Y GÜYES
Don Guillermo Tardiff, periodista sentencioso y hombre de todas las confianzas de don Miguel Lanz Duret, dueño de El Universal, recopiló en un voluminoso libro parte de la historia de los concursos de oratoria que patrocinaba el diario con la colaboración de algunos gobiernos estatales.
El libro de Tardiff contiene más de mil discursos de todos colores y sabores. Predominan los leales hasta la ignominia (como decía un ardiente porfirista) al sistema político que dominó al país por años y más años. Entre gorgorito y gorgorito retórico, los jóvenes oradores hacían méritos para convertirse en “jilgueros” de alguna campaña política, y de ahí seguir y seguir su camino a la gloria burocrática siempre dentro de la casa segura y cálida del presupuesto.
Figuran en el libro algunos oradores que participaron en la campaña vasconcelista y, al terminar las andanzas del Ulises criollo, agacharon la cabeza para poder pasar las puertas de un gobierno lo suficientemente hábil como para preferir la cooptación a la represión. El caso de Alejandro Gómez Arias (veo su retrato pintado por Frida) es muy especial, pues el magistral orador y notable periodista siempre fue fiel a sus ideas y defendió su verdad.
Recuerdo que José Muñoz Cota tenía una escuela de oratoria en la que enseñaba metáforas aladas y profundas reflexiones políticas a los futuros candidatos a algo.
Siguiendo adelante con la lectura del mamotreto nos encontramos con discursos de los Vázquez Colmenares, Miguel Covián, Corrales Ayala, Alfredo Hurtado, Carrancá y Rivas, Porfirio Muñoz Ledo y otros jóvenes revolucionarios e institucionales. El lector curioso hallará algún discurso incendiario (“de plazuela”, decía Carlos Monsiváis que, en aquellos tiempos, asesoraba a los oradores de la capital) de este bazarista que militaba en la oposición y que, de acuerdo con el dicho de Teófilo Borunda, voraz gobernador de Chihuahua, era un “desbozalado”. Leo esos discursos y se me cae la cara de vergüenza. Era un jilguero opositor, pero la retórica estropeaba mis desahogos sobre la situación del país y, de manera muy especial, sobre la falta de democracia.
Las jornadas oratorias culminaban con un concurso internacional en el que participaban oradores de Estados Unidos, Canadá, Cuba, Colombia, Guatemala, Perú, Honduras, Panamá, Venezuela, Argentina, Ecuador, Puerto Rico y, por supuesto, el campeón mexicano que casi siempre era el triunfador. A este bazarista le tocó ganar el concurso que se celebró en el Puerto de Veracruz, bajo el patrocinio de Marco Antonio Muñoz, el inteligente gobernador que siempre estuvo al lado de Miguel Alemán.
Leo mi discurso y pienso en los despropósitos que caracterizaban a la oratoria de aquellos concursos. Sin embargo, me pregunto qué es lo que dejaron todos esos esfuerzos retóricos. Tal vez, como decía Shakespeare, “palabras, palabras, palabras”.
No sé cómo suenen esos excesos oratorios en estos años en los que predomina tristemente una sola palabra en casi todos los discursos juveniles. Me refiero a una palabra que nos define e identifica en el mundo: “güey”.
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