Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 1 de febrero de 2009 Num: 726

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HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Simbiosis
ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ

Hua Guofeng, el último maoísta
ALEJANDRO PESCADOR

Bautizada por el viento
ADRIANA DEL MORAL entrevista con ENRIQUETA OCHOA

Quienes revelan la eternidad: Enriqueta Ochoa
ADRIANA DEL MORAL

Goran Petrovic, la mirada trashumante
JORGE ALBERTO GUDIÑO HERNÁNDEZ

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Goran Petrovic, la mirada trashumante

Jorge Alberto Gudiño Hernández


Ilustración de Juan Gabriel Puga

Se dice, entre el cada vez más reducido gremio de los lectores, que una de las utilidades más tangibles de la literatura está estrechamente vinculada con la posibilidad de vivir aventuras más allá de nuestras capacidades. Para demostrar este argumento no se requiere mucho ingenio. Resulta evidente que no podemos hacer las veces de caballeros andantes o darle la vuelta al mundo ante cualquier provocación. Cada uno de estos avatares se acumula en nuestra experiencia como si se hubiera presentado de manera vivencial.

Podemos ir más lejos. En el plano de los sentimientos y las emociones, la literatura también nos ofrece una ganancia absoluta. Por fortuna o por desgracia (siempre dependerá de las lecturas de cada uno), no estamos listos para padecer con toda la intensidad posible cada uno de los sentimientos. Pensarlo abruma y agota. Tanto por los positivos como por sus contrarios, aunque la palabra escrita suele decantarse por el sufrimiento. El que no vayamos a experimentar en carne propia todas las tragedias y todas las venturas no impide que no abrevemos de ellas por la vía de la palabra. Y esa es una de las maravillas que nos ofrece: hacernos más. Ni mejores ni peores, sino con una carga mayor de existencia.

Es cierto, no todo es color de rosa. No basta leer hasta el hartazgo libros de superación personal o novelas de folletín. Es necesario ampliar el panorama, entrarle a nuevas propuestas, atreverse a experimentar lo que determinada novela nos ofrece. Goran Petrovic (Servia, 1961) es capaz de operar el prodigio de brindarnos algo que nadie más.

Sus libros no son muchos. En México se consiguen apenas tres, todos editados por Sexto Piso: Atlas descrito por el cielo, La mano de la buena fortuna y Diferencias. Los dos primeros son novelas, el tercero un libro de cuentos. En todos existe algo que llama la atención de inmediato.

Para quien haya tenido la suerte de conocerlo desde el primero de sus libros, se habrá dado cuenta de que no es una novela tradicional. En ella se intercalan demasiados elementos. Cuadros, recetas, el extraño caso de unos inquilinos que decidieron quitarle el techo a la casa para que estuviera pintado de azul, la sociedad que los excluye y otros menesteres. Todos coordinados en un conjunto en apariencia inverosímil, pero que aporta muchos satisfactores. Es cierto, la condición sine qua non para leer esta novela es dejar volar la imaginación, aceptar de inmediato el pacto de verosimilitud que ofrece y dejarse seducir por las palabras y las imágenes. De otra forma, sería imposible adentrarse en los pequeños intersticios por los que viaja la mirada del autor. Una mirada acostumbrada a perderse en los detalles cuando otros se regodean con el paisaje. Una mirada capaz de retener “el círculo menor que crea la libélula en la superficie del agua” o “un granito del crujir de un escarabajo”. Atlas descrito por el cielo es una sinfonía que apela a la sensibilidad, a dejarse llevar por el suave vaivén de su poética.

La mano de la buena fortuna apareció más tarde, con todas las expectativas puestas en ella. Había ganado el Premio Nin y no era fácil superar a su predecesora. Lo hizo con creces. El planteamiento parece ser muy sencillo: siguiendo la línea de la descripción minuciosa, Anastas Branica escribe un libro para habitar con su amada. Entonces se produce la “lectura simultánea”, que no es otra cosa que la posibilidad de coincidir con otras personas que estén leyendo el mismo libro. Más aún, de habitarlo, escoger un paraje modelado al gusto de quien lo habita. Es una novela exigente, poderosa, inaudita. De ésas que van mucho más lejos de lo que uno espera encontrar. Tanto que, por momentos, dan ganas de que lo narrado sea cierto para poder instalarse en ella. El impulso vital que provoca es inmediato; uno la presta, la regala, reparte ejemplares con la esperanza de propiciar nuevos encuentros. Pronto comprende que no es del todo necesario, que Petrovic ofreció algo más profundo que su propia novela: hacernos conscientes de que también se pueden operar estos encuentros en otras obras, en otros momentos y con otras personas. Es entonces que la experiencia vital se multiplica.

Diferencias es un libro peculiar. Son cinco piezas las que lo conforman. Cinco piezas en las que lo importante es encontrar las diversas formas que se tienen de ver al mundo. Para lograrlo, Petrovich regala a personajes entrañables. Como aquel que arma una película de ocho horas con una infinidad de fragmentos de otras películas, o el anciano que espera poder comunicarse con Dios a fuerza de repetir un discurso majestuoso. En cada uno de los cinco cuentos se repite la constante de su literatura: esa peculiar forma de adentrarse a la esencia de las cosas para luego iniciar un viaje en torno a ellas con el objetivo de encontrar sus más ligeras variaciones, sus sutilezas, aquellas a las que sólo un ojo muy bien entrenado puede acceder.

La mirada de Goran Petrovic es trashumante. Lo es no porque viaje en todo momento, lo es porque es capaz de adentrarse en la profundidad de lo cotidiano. Leerlo es aprender un poco a hacer lo mismo, entrenar los ojos, descubrir nuevos enfoques y nuevos parpadeos. Pero no son sólo esas imágenes las que valen la pena. También lo es la manera en la que las presenta. Dotado de una innata cualidad narrativa, cada una de sus palabras parece formar parte de la que sigue. Se encadenan con solvencia y ritmo (algo que debe agradecérsele a la traducción). Saben impulsar al lector al tiempo que lo cobijan, porque no es fácil leerlo. Se precisa compromiso, estar dispuesto a abandonarse confiando en un narrador que es guía y que elige el destino. No cualquiera puede hacerlo pero, quien se da el lujo de atreverse, pronto descubrirá las maravillas que se ocultan en el sitio más insospechado, el mismo frente al que pasamos cada día sin detenernos a mirarlo. La poética de Petrovic opera ese prodigio: detenernos cada tanto para respirar el mundo que nos rodea.