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Quienes revelan la eternidad: Enriqueta Ochoa
Enriqueta Ochoa, en el homenaje que recibió en el Palacio de Bellas Artes, 18 de mayo de 2008. Foto: María Luisa Severiano/ La Jornada |
Adriana del Moral
Mi alma ha sido un golpe de tempestad
un grito abierto en canal
un magnífico semental
que embarazó a la palabra con los ecos de Dios.
Enriqueta Ochoa,
“Bajo el oro pequeño de los trigos”
La poesía es un misterio, un alumbramiento que muchas veces nace del dolor. Así lo vivió Enriqueta Ochoa durante ochenta intensos años.
Era una mujer sencilla y generosa, pero a la vez tímida, casi huraña. Su presencia iluminaba, como sus letras, el alma, aunque a veces sus ojos dejaban traslucir dejos de las tragedias que cruzaron su vida. Maestra normalista de profesión, nació el 2 de mayo de 1928 en Torreón, Coahuila, ciudad que la reconoció como hija predilecta en 1976.
Empezó a escribir poesía cuando tenía nueve años y participó muy joven en un concurso literario. Aunque ganó, nunca recogió el premio: le daba miedo que se enojaran en su casa. Su madre y hermanos la desaprobaban porque siempre estaba leyendo o escribiendo en vez de ir a fiestas; pero su padre, un estricto joyero, la motivó a seguir con su vocación, e incluso contrató al poeta Rafael del Río para que le diera clases particulares.
Del Río, lejos de ser indulgente con su alumna, siempre se mostró crítico con ella. Él mismo le dijo: “Si algún día se va a México, evite ingresar a los grupos de escritores. Están unidos sólo para destruirse, y no quiero que la destruya nadie. Usted enciérrese a escribir y busque amistades con las que pueda compartir cosas de la vida cotidiana, alejadas de la competencia, de la enervación por leer ciertos libros o conocer a determinadas personas. Dedíquese a su trabajo literario: le dará mucho de qué hablar.”
Así, Enriqueta Ochoa ocupó su vida principalmente en atender a su familia y dar clases. Fue maestra en la UNAM, la Sociedad General de Escritores de México (Sogem), la Universidad Veracruzana , la Universidad Autónoma del Estado de México y la Escuela Normal Superior del Estado de México, así como en diversos talleres literarios organizados por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Para reconocer su labor, desde 1994 el inba y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) crearon un certamen nacional de poesía con su nombre.
Ochoa fue contemporánea de Jaime Sabines, Rosario Castellanos y Dolores Castro. Tuvo contacto con ellos y otros poetas a través de Jesús Arellano, quien publicaba la revista Fuensanta.
Con Rosario Castellanos y Dolores Castro la unió no sólo la literatura: en su juventud las tres intercambiaron cartas y, posteriormente, cuando Ochoa viajó a Europa con su hermana, se encontró con ambas poetas en España, donde ellas estudiaban. Tras la muerte de Rosario en Israel, ocurrida en 1974, Dolores y Enriqueta siguieron cultivando su amistad por más de tres décadas.
HACER DEL DOLOR BELLEZA
Con Las urgencias de un Dios (1959), escrito entre sus diecinueve y veintidós años, la poeta creó polémica en Torréon. Algunos sacerdotes prohibieron el poemario desde el púlpito, lo cual le concedió una fama amarga. Más tarde, muchos criticaron su libro Las vírgenes terrestres (1969), porque en él abordaba abiertamente temas como el deseo femenino.
El dolor fue uno de los grandes motores detrás de la obra de Enriqueta; así lo demuestran sus obras Cartas para el hermano (1971) y Retorno de Electra (1978). El título de esta última se debe al poema homónimo, en el que la autora condensó el dolor que le produjo la pérdida de su padre. Ese acontecimiento marcó para ella el final de un mundo que hasta entonces había sido perfecto: al poco tiempo falleció su madre, luego su hermana Estela se suicidó, y finalmente uno de sus hermanos se hizo alcohólico y murió también.
Ochoa demostró que el arte puede sublimar hasta los dolores más hondos: su poesía no es lastimera sino digna. Asimismo, la muerte fue para ella pretexto frecuente para abordar otros temas y reflexionar sobre la vida. Bajo el oro pequeño de los trigos (1984) lo escribió a raíz de una fuerte enfermedad que le hizo pensar mucho sobre el fin de su propia existencia.
CANTAR LA ESPERANZA A LAS PUERTAS DE FUTURO
Enriqueta decía que sus amores fueron pocos, pero intensos. A su esposo, François Toussaint, lo conoció en casa de su maestro de inglés. En las fotos que de él conservaban, se le ve como un hombre delgado, de facciones armoniosas. Murió joven, y su trabajo como diplomático permitió a la poeta conocer Francia y el norte de África.
En el retrato suyo que presidía la sala de su casa, la maestra aparece embarazada, con un vestido rosa y acompañada por un ángel. La imagen es muy atinada: Enriqueta fue una mujer cuyas preocupaciones por la divinidad se manifestaron en varios poemas, y también un ser humano sumamente fértil.
Además de Marianne –su única hija, también poeta– y sus tres nietas, la creadora dejó numerosos textos que el Fondo de Cultura Económica recopiló en Poesía reunida (2008). Su libro de prosa poética, Asaltos a la memoria (2006), está dedicado a sus nietas; en él entreteje los recuerdos de sus propios padres, abuelos y bisabuelos con los vivísimos entornos de su infancia en Torreón, los desiertos, los trenes y los demás paisajes que la marcaron.
Su hija Marianne afirma que murió con sus anhelos cumplidos: escribió y leyó todo lo que necesitaba, y tuvo consigo a su familia y amigos hasta el final. Además, sus palabras han sido traducidas al inglés, francés, alemán y japonés.
Como explicaba la autora, hay un pozo del misterio a donde sólo pueden entrar el poeta y el místico, “y encuentran tesoros maravillosos en el fondo del misterio. El místico los saca y los transforma en oraciones; el poeta los saca y los transforma en palabras”.
Buceando en ese pozo Enriqueta supo que moriría en otoño. Quizá por eso pidió que pusieran sus cenizas entre las jacarandas, pues adoraba sus flores y sabía que como ellas podría marchitarse, pero no morir: nunca mueren quienes revelan a otros la eternidad.
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