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¿Mar o bosque? (II Y ÚLTIMA)
El bosque es un verde mar donde el visitante se sumerge sin riesgo de ahogamiento, aunque en la distracción está el riesgo de perderse. Rodeado de leyendas (cualidad compartida con el mar), se cree que el bosque es la ciudad donde, además de sus habitantes característicos (la fauna y la flora selváticos), viven duendes, elfos, brujas y seres fantásticos, los cuales no excluyen a los vampiros ni a los hombres lobo. En el centro del bosque, según los cuentos tradicionales rusos, vive Babi Yar o Baba Yaga, cuya casa de madera se sostiene sobre las patas de una gallina, las cuales hacen girar el hogar de esa bruja hasta redondear una vuelta completa al cabo de un día. Tal vez fue en ese mismo bosque donde Pulgarcito impartió su lección de astucia al tirar guijarros en el camino para regresar a casa sin perderse, estratagema que ha de haber aprendido de Ariadna, quien hizo lo mismo por Teseo para salvarlo del extravío en la casa de Asterión, sólo que las piedritas de la joven cretense se convirtieron en el hilo de una larga madeja. No cabe duda, entonces, de que uno de los nombres del bosque es Laberinto.
No sé si la fascinación por los bosques sea de estirpe romántica, pero el deseo de adentrarse en ellos sin la finalidad de cazar o recolectar frutos sino, simplemente, bajo el deseo de pasear en él, va más allá de Blake y Shelley. La caminata en el bosque, además de tonificante, se asocia con la quietud y la meditación, con el descenso inspirador de las Musas y las perpetuas sorpresas que puede ofrecer con su diversidad de perfumes, colores, luces y sombras donde se incrustan los rumores de hojas, aves y crujidos de la madera. Por lo mismo, es muy difícil encontrar dentro del bosque a los vendedores de fritangas y de productos chatarra que pululan en las playas, con lo cual ya se divisa una diferencia crucial entre los turistas playeros y los caminantes boscosos: pasear entre los árboles es hacerlo bosque adentro, pues difícilmente se puede deambular bajo el follaje desde la “playa” de los árboles, es decir, desde las orillas. A fin de cuentas, quien se moja en la costa se queda en los márgenes marinos, pues la inmensidad océanica sólo es perceptible desde la distancia; quien se zambulle en la selva entra al texto, sin permanecer afuera de él. Se me ocurre la imagen de que los vacacionistas playeros son como los lectores de solapas de un libro, mientras que los visitantes de la fronda (para designar al país de los árboles con una bella palabra de origen latino) son quienes, inevitablemente, llegan al meollo del asunto.
Entrar o quedarse en la orillita; salpicarse o zambullirse; marearse o enfrondecerse… De los viajes a los bosques y a sus ríos, la música ha dejado incontables registros. Dejemos de lado las músicas de cacería, que parecieron haber sido un gozo cortesano del siglo xviii , y pasemos a la Sexta , de Beethoven, junto con la leyenda de que le gustaba adentrarse en el antiguo Prater con su hoja pautada y un lápiz de carpintero para emborronar sus páginas, conducta que siguieron Schubert y Brahms; de las caminatas boscosas, Mahler dejó una muy hermosa sugerencia en su Tercera, donde casi lo podemos ver caminando con un bastón y una cojera que fingía; y siguen la Sinfonía alpina, de Strauss, así como Sobre las colinas y más allá, de Delius. Por supuesto, no puede dejar de aparecer en la música boscosa La canción de los bosques, de Shostakovich, obra un tanto oficialista y estalinista que el compositor supo resolver en una partitura hermosa y sugerente.
Para el caso de la poesía mexicana, no debe olvidarse que el extensísimo poema “La profecía de Guatimoc”, de Fernando Rodríguez Galván, transcurre en el bosque de Chapultepec, donde el fantasma de Cuauhtémoc profiere verdades terribles al locutor poético; y Piedra de sol, magnífico ejemplo de poesía contemporánea, elude las alusiones marinas: “ Un sauce de cristal,
un chopo de agua,/ un alto surtidor que el viento arquea,/ un árbol bien plantado mas danzante,/ un caminar de río que se curva,/ avanza, retrocede, da un rodeo/ y llega siempre…”
Llegar al bosque y caminar. Uno cargará las botellas de vino y el almuerzo (que habrá sido preparado por Uno o por Una). Bajo los árboles se platica, se hacen pausas (no es necesario mover brazos y piernas todo el tiempo para flotar) y se elige un buen lugar para la comida. Si la intención no es ésa, basta con dejarse llevar por el bosque que lleva de Sintra al Castillo de los Moros y la vida estará en otra parte: sabrosa en el mar, pero vertiginosa con los árboles.
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