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Ilustración de Juan Gabriel Puga |
Galileo Galilei barroco
Norma Ávila Jiménez
En 1612, basado en leyes ópticas, el astrónomo italiano Galileo Galilei escribió una carta al pintor Ludovico Cigoli en la que defendía el arte del pincel y el lienzo ante la escultura: “Si exponemos a la luz una figura en relieve y la vamos coloreando a base de sombrear las zonas iluminadas, hasta que el color quede unificado, veremos que la figura se queda privada de relieve. Así hay que estimar más admirable la pintura, que sin tener relieve alguno, se nos aparece con relieve como la escultura.” Esto deja ver cómo sus conocimientos de la física no sólo los utilizaba para el estudio de los astros y el movimiento de los cuerpos, sino también para fundamentar sus opiniones acerca del arte. Su interés por esta disciplina creativa lo mantuvo cerca del círculo de intelectuales de Padua y Venecia, hecho que, aunado a la difusión de sus descubrimientos y los realizados por otros astrónomos del siglo XVI, sin lugar a dudas contribuyó a que la percepción del Universo se modificara y, como consecuencia, los artistas dieran origen a una nueva estética –la barroca–, que reflejó ese cambió.
La revolución copernicana, que quitó a la Tierra como centro del Universo para colocar al Sol, y el planteamiento del astrónomo alemán Johannes Kepler que subrayó como elípticas y no circulares a las órbitas de los planetas, marcaron fuertemente a la Europa del siglo XVII, aun con el peso de la implacable Inquisición. El hombre había dejado de ser el centro del cosmos y el círculo ya no era la figura perfecta, como lo señalaba la antigua filosofía griega, concepto retomado por el cristianismo. El desmoronamiento del pensamiento religioso Galileo lo enfatizó con sus hallazgos realizados en 1609 con el telescopio que perfeccionó y, entre ellos, el de la superficie irregular de la Luna: “ La Luna no se halla cubierta por una superficie lisa y pulida, sino áspera y desigual, y a la manera de la faz de la Tierra , hállase recubierta por doquier de ingentes prominencias, profundas oquedades y anfractuosidades”, escribió en el Sidereus Nuncius, a través del cual difundió los resultados de sus estudios. En La Asunción de la Virgen, que Cigoli pintó en 1612, el cuerpo selenita ya aparece con las cavidades y montañas que el astrónomo vio con su lente, y no como una esfera inmaculada.
El sentido de la infinitud del Universo se hizo presente en la mentalidad de los habitantes de la época, entre otras causas, por el texto de Galileo sobre las galaxias: “La galaxia no es pues otra cosa que un conglomerado de innumerables estrellas reunidas en montón [...] Además (lo que más aún te ha de asombrar) las estrellas que hasta este día han denominado todos los astrónomos nebulosas, son estrellitas admirablemente esparcidas.” El cosmos se ensanchaba y fue Adam Elsheimer quien, en su Huida a Egipto, plasmó la grandeza de la bóveda celeste con su camino lechoso y constelaciones bien definidas.
La obra científica de este italiano también trascendió en la percepción del tiempo. Antes de que cumpliera los veinte años, durante una ceremonia religiosa, Galileo notó la oscilación constante de una lámpara que se movía como péndulo y, para corroborar su regularidad, se tomó el pulso. Este descubrimiento lo utilizó para medir el tiempo cuando realizaba experimentos, publicó sobre el tema y, aproximadamente setenta años más tarde, el astrónomo holandés Christian Huygens inventó el reloj de péndulo. El paso del tiempo se volvió algo importante para los habitantes del siglo xvii , y tal como lo asegura el historiador Erwin Panofsky, “ningún período ha estado tan obsesionado por la amplitud y profundidad, el horror y la sublimidad del concepto tiempo, como el barroco, la época en que el hombre se encontró enfrentado con el infinito como cualidad del Universo, en vez de ser una prerrogativa de Dios”. Lo efímero de la vida los artistas lo proyectaron a través de naturalezas muertas, en las que confrontan frutas frescas con podridas, hojas verdes con secas, o mesas con múltiples objetos y una calavera, como se observa en El sueño del caballero, de Antonio Pereda.
La infinitud mencionada por Panofsky quedó trazada en paisajes donde los hombres ya no son los protagonistas. En Amanecer en el puerto, Claudio de Lorena une el pasado, que permanece a través de la arquitectura clásica, con el presente, reflejada por los pescadores de vida efímera, enmarcados en un horizonte marino que se pierde como un espacio sin fin.
La difusión de las publicaciones galileanas acerca de la mecánica del movimiento de los cuerpos, asimismo modificó el pensamiento europeo y, por lo tanto, al arte, reflejo de lo que sucede en la conciencia colectiva. Los cuerpos creados ya no son estáticos; La cacería de Diana, de Rubens, o El rapto de Proserpina, de Bernini, son la captura de un instante de seres en constante desplazamiento. Por cierto, este último también dejó plasmada la huella que le causó la caída del reinado de la esfera para dar paso a la elipse, en la arquitectura de la Plaza de San Pedro.
Fusionada con la filosofía hermética, la influencia del físico italiano llegó hasta nuestro país para generar creaciones como el grabado realizado por Antonio de Castro en 1698. Como anteportada de la obra Vía Láctea, la vida de San Felipe Neri, escrita por José Ramírez, la alegoría proyecta a la Vía Láctea como “un conglomerado de innumerables estrellas reunidas en montón”.
Otro ejemplo es el biombo Las artes liberales, de Juan Correa. En la leyenda alusiva a la figura que representa a la Astronomía –traducida del latín al español por Rubén Bonifaz Nuño– se lee: “Explico los espaciosos giros del cielo estrellado y enseño cuán rápido movimiento arrastran los astros.” Correa vuelve a referirse al movimiento unido al tiempo, en la figura de la Geometría , en donde se observa un péndulo. La valiosa herencia galileana se recuerda este año, declarado por la unesco como el Internacional de la Astronomía.
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