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JUAN GARCÍA PONCE Y EL DESEO
RAÚL OLVERA MIJARES
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Obras reunidas v. Inmaculada o los placeres de la inocencia.
Pasado presente,
Juan García Ponce,
Fondo de Cultura Económica,
México, 2008.
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La autobiografía, las vidas paralelas de naturaleza imaginaria y las personificaciones del deseo en mujeres insaciables, confieren a Pasado presente (1993) el carácter de una tentativa novelística lograda y a la vez el de una obra de transición entre Inmaculada o los placeres de la inocencia (1989) y la monumental Crónica de la intervención (1982). Su autor, Juan García Ponce, juega con desdoblamientos de sí mismo –el que fue y los muchos que quiso ser– y del eterno femenino, casi un objeto pasivo, cuya única arma es la provocación que, en su abandono en el ardor amatorio, adquiere la libertad y, con ella, alcanza la categoría de lo sublime.
Cuatro historias se entretejen en Pasado presente que pudo ser el puntual recuento de un libro de memorias donde, por cierto, aparecen algunas de las personalidades del mundo del arte más conspicuas de los años cincuenta y sesenta. Lorenzo, el provinciano rico que llega de Yucatán a la capital, vástago de una familia de terratenientes sin mayores vuelos culturales; Hugo, el capitalino, mitad extranjero, exquisito, educado en el exterior, pero abiertamente excéntrico y ridículo; Socorro, que luego devendrá Virginia, la hija del pueblo que se presta a todos los placeres; Geneviève, la elegante hija de franceses, ansiosa de recorrer los tortuosos caminos por los que la conduzca el deseo.
En torno de estos cuatro pivotes giran todos los demás personajes de ficción o históricos, en realidad ambos a la vez: Álvaro (Fernando García Ponce), el talentoso hermano pintor; Carmenchu (su primera mujer), Teresa (la segunda y madre de sus hijos), Carlos, Pilar y Cecilia Prado (el poeta Carlos Pellicer y sus sobrinas Pilar y Pina), Aquiles Millán (Héctor Azar), Luisa Zalce (Luisa Josefina Hernández), Isidro Castaño (Emilio Carballido), Fernando Montaño (Carlos Fuentes) y otros menos obvios, donde pueden sospecharse a Juan Vicente Melo, Jaime García Terrés y Salvador Elizondo.
Historias engarzadas, la de Lorenzo (Juan García Ponce) y Hugo, que es quien la narra (su alter ego, aprendiz de pintor, aristócrata y erudito) que se cruzan con la de las sensuales Geneviève y la prostituta Virginia, que habrá de asumir la figura de la protagonista en la otra novela contenida en el volumen, Inmaculada o los placeres de la inocencia, verdadero bocado suculento para el gourmet de literatura sensual, lindando en la pornografía. Lecturas obligadas para acometer la magna empresa, representada por Crónica de la intervención que, en sus casi dos mil páginas, va a reproducir en grande el desdoblamiento de la pareja en cuatro, con todas sus relaciones cruzadas. Fiel discípulo de Bataille, Klossowski, de Sade, Musil, Von Doderer y Thomas Mann, Juan García Ponce se ha convertido en uno de los novelistas imprescindibles del siglo XX.
PENSAR Y VAGAR
ARNOLDO KRAUS
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Elogio de la vagancia,
Guillermo Fadanelli,
Lumen,
México, 2008.
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Tanto se ha hablado de la condición humana que ya nadie sabe lo que significa condición humana. Esa frase la debería haber escrito Fadanelli en alguno de los ensayos que conforman Elogio de la vagancia. No la escribió por prudencia. Escribirla significaría despotricar con furia contra la idea que el ser humano se ha forjado de sus pares. Quizás tampoco lo hizo para no enterrar lo último que se debe sepultar: la esperanza.
Fadanelli escribe para no perderse. Lo hace para rescatarse por medio de las palabras y para sembrar ideas que retraten los crudos laberintos de la humanidad. Aunque abundan ironía y dolor, los rostros de la sabiduría amortiguan la crudeza de la realidad.
El mejor camino para entender los intrincados y desolados laberintos que Fadanelli construye para hablar de las miserias de la vida es leyendo a Fadanelli. Las autovacunas eran en la antigüedad una práctica médica común; por medio de ellas se pretendía fortalecer el organismo utilizando las excreciones propias. Eso sucede en Elogio de la vagancia: la estupenda ironía, aunque demoledora, deja en pie muchas ideas. Ese es el core del libro. Exponer los agujeros del ser humano a través de su propia grandeza.
Un hombre es varios hombres. Una idea es la suma de muchas ideas. Una apuesta, ganada o perdida, es el recuento de los tiempos que precedieron la acción. El rostro nunca es el mismo: es la resta de los pasados y apenas el tiempo del presente. Quizás por eso Fadanelli asegura que “no se encontrará mejor sinónimo de la palabra pensar que la palabra vagar. ¿A qué me refiero cuando uso con tanta vehemencia y pompa la palabra pensar? No precisamente a la idea de calcular, como sugería Hobbes, sino a la de aprehender el mundo con nuestra mente, recorrerlo en la imaginación y habitar a nuestras anchas lo representado: pensar es pasear y volver a casa… Con vagar también quiero decir: andar sin demasiada prisa, libre de prejuicios estorbosos”.
Vagar es un acto involuntario. Pensar suele ser un acto voluntario. Es imposible vagar sin pensar: Elogio de la vagancia propone varios escenarios que entremezclan lo inasible y bello de la vida con la obligación de pensar y repensar lo que sucede en el mundo; es también un viaje para cavilar en ese término tan desteñido que seguimos llamando condición humana. Alabar la vagancia por medio de palabras e ideas es una magnífica pócima que incita a recogerse en uno mismo después de haberse arropado con las reflexiones de otros.
Elogio de la vagancia es un libro Fadanelli. Es un pequeño retrato de la vida masticada a través de mucho nomadismo literario-filosófico y una alabanza a la vulnerabilidad como condición del ser humano. En sus páginas el autor expone sus vísceras. Ésas que lo han acompañado y le han permitido incomodar, preguntar y arriesgarse. Arriesgarse a trazar el mundo desde la orilla y no desde el centro, desde su propia voz y desde la autoescucha, cualidades que le permiten vagar dentro de sus saberes y dentro de sus tiempos sin tener que seguir las reglas que exigen las buenas y bonitas escuelas. La negra frescura del libro fotografía ese periplo que sólo se vive cuando el ser vagabundo es parte del ser lector.
Denunciar lo cómodo por medio del difícil arte de la ironía y vagar dentro de uno mismo para después vagar dentro del mundo de los otros es una rara cualidad. Fadanelli lo hace bien. Imposible no comprometerse. Al vagabundear dentro de los ensayos queda la certeza de que la literatura tiene la capacidad de restañar las heridas de la condición humana que tanto horrorizan a Guillermo.
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