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JUAN DOMINGO ARGÜELLES
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ Y LA POESÍA
Gabriel García Márquez es, a su manera, un poeta, y su novela Cien años de soledad (1967) es uno de nuestros grandes poemas en prosa, lleno de inolvidables intensidades.
Desde su arranque mismo, Cien años de soledad, al igual que Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, posee un ritmo, una música que es cadencia de la poesía y virtud del estilo de un escritor que ha leído y ha gozado la poesía para integrar, de un modo prodigioso, ese ritmo a la prosa narrativa. Esta es una de las grandes lecciones literarias de Cien años de soledad, desde sus primeras tres líneas inimitables: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo."
Y a qué grado se parecen este ritmo, y este prodigio de estilo natural y lírico, al arranque de Pedro Páramo, la novela más admirada por García Márquez ("la más bella de las novelas que se han escrito jamás en lengua castellana", ha dicho): "Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo."
En su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, en 1982, García Márquez dedicó varias líneas a la poesía y dijo, entre otras cosas muy certeras, que la poesía es "esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos." En 1994 añadiría que "la poesía es alquimia pura" y que "la fuerza de la poesía es su capacidad de comunicarlo todo". Antes, en 1979, había dicho: "Una de las virtudes del escritor es la posibilidad de ver más allá de la realidad inmediata. No otra cosa es la poesía."
Y, ciertamente, no otra cosa es Cien años de soledad, la obra genialmente imaginativa y no ausente de inteligencia, porque, para decirlo otra vez con las propias palabras del escritor colombiano, "la inteligencia de los poetas consiste en identificar esa maravilla contenida en la vida real".
En las páginas finales de Cien años de soledad leemos esta descripción poética: "Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces." Y en otro momento sabemos que "la casa se llenó de amor. Aureliano lo expresó en versos que no tenían principio ni fin. Los escribía en los ásperos pergaminos que le regalaba Melquíades, en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y en todos aparecía Remedios transfigurada".
En García Márquez: el viaje a la semilla, la biografía escrita por Dasso Saldívar, queda perfectamente documentado que, en sus orígenes, el autor de Cien años de soledad era poeta y ávido lector de poesía. Sus poetas preferidos eran Rubén Darío y los españoles del Siglo de Oro y de la Generación del 27.
A los quince años de edad ingresó al Liceo Nacional de Zipaquirá, para estudiar el bachillerato, y ahí conoció a un profesor, el poeta Carlos Martín, que fue decisivo en su formación. En 1982, en una conversación con el también poeta colombiano Juan Gustavo Cobo Borda, García Márquez dirá: "Para mí la literatura es la poesía, y ya entonces, cuando llegué al colegio de Zipaquirá, me sabía de memoria todos los poetas clásicos españoles. No sólo me los sabía y los recitaba, sino que los cantaba." Exactamente como lo haría, con Garcilaso de la Vega, su personaje Cayetano Delaura en Del amor y otros demonios.
A Mario Vargas Llosa (García Márquez: historia de un deicidio), el escritor colombiano le confiesa que empezó a escribir Cien años de soledad cuando tenía dieciséis años. Y cuando Vargas Llosa le pide que mejor le hable de sus primeros libros, García Márquez le responde que, justamente, el primero fue Cien años de soledad, pero que, como no encontraba el tono y el lenguaje que deseaba, entre tanto escribió los libros que quedarían como sus antecedentes: La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1958), La mala hora (1961) y Los funerales de la Mamá Grande (1962).
Cuando están por cumplirse cuatro décadas de la primera edición de Cien años de soledad, García Márquez nos recuerda que "toda buena novela debe ser una transposición poética de la realidad".
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