VERÓNICA MURGUÍA
ACERCA DE RONALDINHO
Me avergüenza confesar que no sé casi nada de futbol. A mi padre sólo le interesan los toros, por eso me llamo Verónica. En mi casa nunca se mencionó el clásico América-Chivas, y jamás el nombre de Hugo Sánchez salió a relucir en la sobremesa.
Tampoco de toros sé nada, pues a mi madre le daba miedo que sus hijos fuéramos testigos de alguna cornada que le sacara las tripas a un señor. O a un caballo, como sucedió hace unos meses. Por eso en mi niñez no hubo estadio, ni plaza, aunque mi papá toreara todo el día con el Excélsior.
En la primaria quise jugar una cascarita para no tener que hacer calistenia en la clase de educación física. Un niño me pateó la espinilla con tal enjundia que me agujereó la calceta, la piel y el carácter. Debut y despedida: mi naturaleza cobarde me alejó de las canchas para siempre. La única vez que asistí al Estadio Azteca fue para hacer el examen de admisión de la unam y no me quedaron ganas de volver porque me dio vértigo estar entre tanta gente.
Además me molestaba que en los noticieros las palabras "humillación", "sufrimiento", "alegría desbordada", "heroísmo", abundaran siempre en labios de los comentaristas deportivos y que esas mismas palabras estuvieran ausentes de las notas sobre cuestiones políticas.
De lo que sí me daba cuenta, y me provocaba envidia, es que los aficionados al futbol conocen una variedad de la alegría, pura y vigorosa, que me estaba vedada. Mi marido le va al Atlante, un equipo que tiene una suerte rarísima y la porra más malhablada del universo. Cuando el Atlante ganó el campeonato, mi marido estuvo un mes como si se hubiera sacado la lotería: se reía a solas, silbaba como Pedro Infante y vio todas las repeticiones. Su amistad con el plomero que nos resuelve los problemas domésticos es muy estrecha. Se basa en la compartida pasión por los Potros: juntos se han lamentado miles de veces y alegrado unas pocas.
Todos sabemos que la nómina de escritores que aman el futbol es larga, variada y conocida: Alberti, Camus, Tim Parks, Salman Rushdie, Enrique Vila-Matas, Javier Marías. En México, por supuesto, quien más abiertamente ha expresado su amor es Juan Villoro. Hace años, en un congreso literario celebrado en Finlandia, se organizó un partido de futbol, en un estadio y todo. Los equipos eran Finlandia contra Resto del Mundo. Villoro metió un gol. Mi marido lo vio, también estaba jugando. Parece que fue un momento de felicidad absoluta para el Resto del Mundo.
Salman Rushdie, en un partido semejante, recibió un pelotazo en la cara que le deshizo los lentes. Fue muy doloroso, pero su equipo finalmente derrotó a los escritores finlandeses. Igual, parece que fue un momento de júbilo perfecto.
Yo escuchaba todas estas cosas intrigada, procurando alejarme del estereotipo de la señora amargada que odia el fut, pero tan lejana de ésta como de la Chiquitibúm.
"Llegué tarde, ni modo", me decía. Jamás me interpondría entre mi marido y su felicidad futbolera, pero menos aún me pondría el escudo de mi equipo en el cachete. Hasta que vi jugar a Ronaldinho.
Ya entonces el futbol se me había revelado como un mundo. Ya la película inglesa Bend it like Beckham era una de mis favoritas; ya había pedido autógrafos a Scoponi, al Pony Ruiz, aunque no para mí.
Como muchas, sentí un frisson de interés, digamos físico, cuando Fabien Barthez se bajó el short durante un partido para que le echaran anestésico en una nalga espectacular. Ya en Porto Alegre, Brasil, había entablado plática con Felipe Baloy, quien visto de cerca puede convencer a un miembro del Ku Kux Klan de que los negros son en verdad la raza superior. Baloy entonces jugaba allá y me contó que su primer recuerdo es patear un balón.
Una vez entrevisté a Félix Fernández. Distinguía entre los jugadores graves y formales como Zidane, y los que se mueren de risa, como Mohamed. Pero hasta que vi jugar a Ronaldinho, gloria de Rio Grande do Sul, entendí la pasión del fut y hasta cosas que tal vez no tienen que ver con el juego.
La expresión es pobre y trillada, pero cercana a lo que quiero decir: verlo jugar es reconocer la alegría del baile y la técnica deportiva presididas por una inteligencia estratégica de la que carecemos los humanos comunes y corrientes. Su belleza no es canónica, es enigmática (y dientona), pero no es un misterio solemne: es luminoso.
No le voy a Brasil, ni a México siquiera. Le voy a Ronaldinho, con toda el alma.
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