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No es escaso ni hacedero el legado de Bernard-Marie Koltès (1948-1989) para con el teatro: su dramaturgia es el punto de contacto preciso entre la coloquialidad y la poesía, entre la herencia de los clásicos y la asimilación brillante de la iconografía popular. En su teatro podemos registrar la impronta, reconocida y confesa, de una poetización rabiosa de lo imperecedero y de lo inmediato, las huellas igualmente significativas de Shakespeare y de Bob Marley. Emblema del postmodernismo, a Koltès se le ha encasillado como vocero del oprobio, aquél que señala la injusticia y la vuelve poesía, palabra, carne de escenario. Se valora que otorgue voz al subalterno, que su teatro objetive la periferia, que reivindique la diferencia, que hable del otro, que lo convoque a la escena. Pero Koltès no es un poeta de la diferencia, sino un poeta del contorno, de la frontera brumosa en la que los cuerpos a priori disímbolos terminan confundiéndose. Más que ponderar la otredad, a Koltès le interesa la celebración de lo que emana de la mezcla; todo aquello que resulta del choque (no sólo el cultural, no sólo el que, previsible y cómodo, se deriva de llamar a la escena, digamos, a un europeo y a un africano), de la interacción de fuerzas en apariencia antagónicas, pero que en esencia se hermanan en lo mucho que ignoran de sí mismas. No debemos circunscribir su valoración, entonces, a sus hallazgos de lenguaje ni a la lectura politizada de su interés por lo extranjero; Koltès es, ante todo, un escribano de la corporalidad, un dramaturgo que redefine la noción del cuerpo dentro de la gramática teatral contemporánea. Koltès supo ver en el cuerpo la materialización de la lucha del hombre contra su entorno y contra sí mismo, el símbolo preclaro de nuestra incapacidad para dotar al espacio de las connotaciones que nos hagan habitarlo plenamente, desde la emoción y el significado, y no, Bachelard dixit, mediante la resistencia. En un arte como el teatral, que acaso como ningún otro precisa de un espacio concreto para existir de hecho, Koltès hace de la relación territorio/cuerpo la antinomia fundamental de su discurso. Los espacios trazados a lo largo de su obra dramatúrgica (fulgurante corpus de seis obras escritas entre finales de los setenta y el último año de los ochenta) se ciñen cabalmente a una tesis señera: toda relación entre dos seres humanos, sean quienes sean, no es sino variante de lo que él llama deal, término que debemos entender así: Un deal es una transacción comercial que entraña valores prohibidos o sometidos a un control social estricto, que se lleva a cabo en espacios neutros e indeterminados, no diseñados para tales efectos [ ] en la que se apela a recursos como el acuerdo tácito, el doble sentido, y otros más enfocados a evitar traiciones y estafas, y a reducir los riesgos inherentes a este tipo de operaciones. Koltès exige del intérprete de su teatro cualidades atípicas, las que resultan de la relación entre un cuerpo vulnerable y el espacio de la clandestinidad, entendida no como un estigma moral, sino como una poética del vértigo, la forma más radical de encarnar los conflictos de la comedia humana. Ora en una construcción europea en África Occidental (Combate de negro y de perros), ora en un muelle abandonado en Nueva York (Muelle Oeste), ora en los múltiples paisajes mentales de un asesino en serie (Roberto Zucco), los entornos del dramaturgo de Metz configuran concretamente la relación tirante entre el hombre y el ambiente físico que constriñe sus pulsiones, condiciona la consecución de sus impulsos y lo obliga a modificar su corporalidad en aras de la obtención de lo que desea; su frontera es la que separa al deseo de los artificios que empleamos para satisfacerlo, la que divide al cuerpo de la conformación plena de su propio sentido. En tanto que inconclusos en su ciclo, interrumpidos en su configuración, los cuerpos teatrales de Koltès libran batallas entre ellos y contra el propio constructo espacial que habitan para terminar de escribirse a sí mismos, para ubicar, en el océano turbio de sus tribulaciones, el centro mismo de su esencia. Y será la batalla, más que la resolución, la que los acerque a esa suerte de redención; y será la disputa con el espacio, más que la que trencen entre ellos, la que subraye la fractura de sentido que sobrellevan y que buscan, por todos los medios, subsanar. (Continuará) |