VERÓNICA MURGUÍA
CRÓNICA COZUMELEÑA (I DE II)
Hace años, con el dinero que me pagaron por ilustrar un libro, invité a mi marido a Cozumel. Fue un regreso muy bonito. En mis nítidos recuerdos infantiles había un mar azulísimo, transparente y manso. También había un cocodrilo que caminaba con lento paso imperial por la playa, asustando a los gringos y haciendo que los meseros corrieran por todas partes.
Encontré, en aquel viaje de regreso, un mar aún más hermoso que en mi recuerdo. Era temporada baja –no pagan tanto por ilustrar libros– y el hotel estaba vacío. Un instructor de buceo languidecía, más aburrido que una ostra, en una tumbona. Me invitó a bucear, allí mismo, en la alberca. Me pareció fácil. Después de todo la alberca, en su parte más honda, tenía apenas dos metros de profundidad. Yo soy de ésas que se ahogan rutinariamente en vasos de agua, pero no sé por qué, se me hizo fácil. Cuando el instructor me preguntó si quería bucear en el mar, después de una hora de entrenamiento, dije que sí. Ya me había puesto el wet suit, el tanque, las aletas y el visor cuando el entrenador me dijo:
–Es realmente fácil. Sólo se ahogan los nerviosos.
Casi me da un infarto. Pero, mexicana que soy, me dio vergüenza advertirle que lo más probable sería que me ahogara. Guardé un medroso silencio. Él continuó:
–Ludwig Margules siempre viene a bucear, y eso que fuma mucho. Es fácil.
–Margules también dirige obras de teatro, y yo no podría dirigir ni un bailable del Día de las Madres –contesté.
Pero "sólo se vive un vez", me dije, y me arrojé al agua tras mi irresponsable maestro.
Lo que vi abajo fue inolvidable. Corales, peces casi fosforescentes, anémonas. Vi el brillo del sol convertido en haces dorados que parecían columnas de oro translúcido, sobre las que se apoyaba un toldo elástico y transparente. Ese toldo era la superficie. Detrás se vislumbraba el día: un incendio blanco y azul. Todo el tiempo tuve miedo de que apareciera un tiburón y me arrancara una pierna.
Mi marido tomó fotos, pero no son muy informativas. En unas aparezco con cara de felicidad, en otras con cara de susto, y hay tres en las que sólo se ve la mancha de burbujas que salían del tanque. Sólo él y yo sabemos que debajo de esas burbujas estoy yo.
Al salir, el instructor me invitó a bucear en Palancar, uno de los arrecifes más hermosos del mundo. No pude aceptar, pues mi diminuta reserva de temeridad se había agotado. El resto del viaje me dediqué a leer novelas policíacas junto a la alberca.
Pero ya la isla me había hechizado. Cuando averigüé un poco, me enteré de que Cozumel es uno de los lugares de arribo más importantes del mundo para las amenazadas tortugas marinas caguama y verde. Si en Malasia casi se han acabado los tigres porque sus testículos son considerados afrodisíacos, y del rinoceronte negro apenas quedan algunos porque su cuerno –la tosquedad del símil es evidente– dizque propicia la erección, aquí en México, ya se sabe, hay un próspero mercado negro de huevos de tortuga. Un baboso que prefiere comer huevos de una especie en extinción en lugar de comprar Viagra, es un ser vil. Debería ser él quien perteneciera a la especie al borde de la extinción; así va el mundo. Por lo menos, ahora hay anuncios en los que sale el Kikín Fonseca diciendo que no hay que comer huevos de tortuga. Ojalá le hagan caso.
En Cozumel hay 293 especies de peces, y entre ellas, una, el pez sapo, endémica, es decir, sólo existe allí. También hay una cantidad extraordinaria de aves, un mapache enano, igualmente endémico, y una abundancia inaudita de reptiles. Por eso, cuando el huracán Wilma devastó el sureste me preocupé muchísimo por Cozumel. En internet me enteré de que el arrecife de Palancar es el segundo en importancia del planeta y había sufrido daños gravísimos.
Mi marido, el hombre más solidario del universo, me dijo:
–Pues si te agobia tanto, te disparo el viaje. Vete a ver qué pasó.
Antes de irme, llamé a Mérida para preguntar quién podría orientarme (como todo el que tiene sangre yucateca creo que en Mérida están las respuestas a cualquier pregunta). Me dieron la dirección electrónica de un biólogo cozumeleño llamado Rafael Chacón.
Le escribí. Rafael, entusiasta y amigable, contestó informándome que en esos días se inauguraba el xv Congreso de los Niños por el Medio Ambiente.
–Venga. Tiene que vivirlo.
Tenía razón. La experiencia me dejó patidifusa. Y me enteré de muchas cosas.
(Continuará)
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