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TEATRO JOVEN BONAERENSE (I de II)
Escena de Remedios para calmar el dolor |
La cifra que comunican los colegas argentinos, especializados varios de ellos en la gramática del muestreo y la estadística, no puede ser sino estupefaciente: en un fin de semana, Buenos Aires puede acumular seiscientas cincuenta obras en cartelera, irregulares desde luego en cuanto a calidad y diseminadas por casi todos los rincones de la urbe –aún en zonas depauperadas culturalmente, en cuyos equivalentes defeños sería impensable ya no la idea de un foro o de una compañía, sino de un taller con el mínimo rigor. La efervescencia colocaría a la Ciudad de la Furia como una capital teatral imprescindible e inabarcable en su oferta, aunque nosotros hemos llegado cuando el año se arrastra hacia sus exequias, el verano se insinúa y las salas se vacían en favor de los balnearios, las discotecas y el ejercicio pleno del ocio. Sin embargo, alcanzamos las últimas funciones de un par de puestas que fueron parte de lo más significativo del año teatral argentino, y que se enlazan también desde otro ángulo de estudio: la edad, el perfil y ciertos rasgos de la poética de sus gestores. Se trata, en el sentido más amplio del término, de teatro joven.
Se impone abordar primero la labor de Puerta Roja, compañía independiente liderada por Adrián Canale y Marcelo Subiotto que celebra su cuarto aniversario en la casona del barrio del Abasto que ocupa como sede. Remedios para calmar el dolor, cuya dramaturgia y dirección se debe a Adrián Canale (quien, junto a Marcelo Subiotto, es uno de los coordinadores artísticos de la agrupación), abre los festejos en el foro al aire libre del colectivo, e insinúa desde este hecho un rasgo fundamental de su poética: la organicidad. La transición natural del crepúsculo logra vincularse con la fábula que protagonizan dos mujeres cuya desolación individual deviene vigilancia mutua de males y desamparos. De Violeta y Leonor (Carolina Tisera y Corina Bitshman) no se nos comparte anécdota o relato claro; en cambio, podremos inferir una historia que reelabora para el drama la pequeñez de las almas opacas, la aridez de un par de biografías regidas por el dolor. Asistimos entonces a una ficción en tiempo real, nos asomamos a una porción específica, delimitada en el tiempo y en el espacio, de un universo complejo y acaso anacrónico; el paisaje mental compartido por las dos mujeres podría ser una Cinta de Moebius en la que lo importante sea el tránsito antes que el probable arribo.
Canale, formado bajo el cobijo de personalidades del teatro argentino como Daniel Veronese o Javier Margulis, se ha valido de elementos a priori disonantes que sin embargo han desembocado en una extraña armonía. En su vertiente escritural, ha sabido extrapolar textos de cierto vuelo lírico (originales de los poetas Hebe Uhart y Osvaldo Lamborghini) y, alternándolos con las recetas del doctor Bach –el de las flores– ha conformado una escritura que, recurriendo a la ironía, se adentra en un estudio sereno pero sensible de la soledad femenina, del retraimiento próximo a la patología. Tensando los hilos de una relación móvil e inestable, el director y dramaturgo crea un sistema de yuxtaposiciones (que enfrenta hondura poética con rompimientos hilarantes, interiorización con explosión, pesimismo crónico con optimismo súbito) que seducen a quien aquilata el valor de la palabra en bruto, equidistante de la inmediatez y la estilización. Como pieza del lenguaje, la escritura de Canale alcanza una sencillez lúcida y conmovedora, aunque ciertamente lastrada por sus intermitencias; como material detonante de vida escénica, otorga libertad y apertura a quien ha de interpretarlo.
Canale, con la complicidad de Sergio Costessich en el diseño de luces, nos introduce sin parafernalia a un universo intimista y asfixiante. Preocupado sin obsesionarse por la composición plástica, el Canale director nos regala empero más de una imagen de gran poderío, como aquella inicial que muestra a Leonor con el pelo atado a un travesaño, enunciando un monólogo atípico e hiriente. Pero sobre todo se encarga de administrar la energía y de encomiar la conexión emocional de Tisera y Bitshman, actrices de registro amplio y dúctil, que consiguen pasajes entrañables cuando se alejan definitivamente de la estridencia. Salvo por algunos exabruptos, Remedios para calmar el dolor se vuelve un convivio disfrutable, y ratifica en más de un sentido lo que supo decir el bardo de Stratford: "When remedy is over, so is grief."
(Continuará.)
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