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VERÓNICA MURGUÍA
CIUDAD MOVEDIZA
Hace más o menos quince años fui testigo de una pequeña debacle que, al menos en mi conciencia, marcó el inicio de cambios poco afortunados en esta sufrida ciudad.
El asunto en cuestión fue la desaparición de La Veiga, una cafetería en la colonia Del Valle. Y se dirá: pues qué desastre más baboso, pero no. Hasta hoy, cada vez que se menciona esta clausura entre los tertulianos que acudían a pasarse las horas allí, los lamentos se renuevan con sostenida pena. Es más, algunos ociosos pensábamos escribir un libro titulado "¿Hay vida después de La Veiga?" en el que se recogieran las opiniones de los desamparados parroquianos.
Yo contestaría que sí hay vida, pero más aburrida. Hay quienes, conducidos por la querencia, se juntan ahora en un restaurante que abrió sus puertas al mismo tiempo que La Veiga las cerraba; un lugar con mejor comida y tal vez más agradable a la vista –más caro, naturalmente, también– pero, ay, es ocioso decirlo, no es La Veiga y jamás podrá sustituirla en los ánimos de los más testarudos entre nosotros.
Quién sabe cuáles son los factores que determinan la popularidad de un local. Es un misterio que me intriga, y sobre el que no tengo ni la más tenue suposición.
En el mercado de Coyoacán, por ejemplo, hay un local de tostadas muy socorrido. Tanto, que muchos asiduos nos hemos acostumbrado a comer de pie allí, aunque esto casi siempre significa que uno saldrá con una mancha de tinga en la barbilla o un pedazo de pollo con crema en la camisa. Pegado a este negocio hay otro, igualmente de tostadas. Vacío. Ni feo, ni sucio, ni mal alumbrado.
Son los mismos guisos, tal vez los mismos sabores. Por lo menos, las montañas de pata, pulpo, ceviche, tinga y salpicón tienen el mismo aspecto. Los cocineros se desgañitan invitando a los clientes. Todos pasan de largo y se ponen a hacer fila en las tostadas exitosas. ¿Por qué nadie prueba? Sepa. Pero ya dije, de esto hablaré en otra ocasión y procuraré citar ejemplos que ayuden a desentrañar el misterio. Lo que me ocupa ahora es el cambio incesante, casi siempre para empeorar, del paisaje de esta ciudad.
No quiero decir con esto que la fisonomía del df no sea mejorable: al contrario. Como dice Francisco de Quevedo cuando habla de Valladolid: "No quiero alabar tus calles,/pues son, hablando de veras,/unas tuertas y otras bizcas/ y todas de lodo ciegas." Pero la costumbre hace que uno se encariñe hasta con lo feo.
El consuelo de lo conocido, tan necesario en la zozobra de estos años, nos es arrebatado continuamente. Tal vez me desconcierta porque esta ciudad ya parece el mausoleo vulgar de sí misma, y a menudo lo único que prospera –y a veces por poco tiempo– son los negocios más pretenciosos (¿qué cosa es la cuisine espontanée? ).
Más vale no encariñarnos con parques o jardines. Aguantémonos las ganas de elogiar una puerta graciosa, una miscelánea surtida o una taquería con nombre simpático, porque lo más seguro es que si nos parece bonito, útil o cómodo, desaparezca. Primero será convertido en una montaña de cascajo y el polvo cementino se nos meterá en las narices y en los ojos, nos obligará a escupir y nos pintará las lagañas de negro. Luego vendrán los albañiles, con sus guisos suculentos y su desafortunada tendencia a dejar las sobras en la banqueta. Todo culminará con un negocio de los que ya hay demasiados: un Wal-Mart, un Office Max o un Sanborns, y adiós.
Desde que desapareció La Veiga, lo mismo ha sucedido otras veces. Cuando quitaron Los Pájaros, un modesto restaurante en la colonia Narvarte, la pequeña comunidad de ancianos que comía allí a diario, se deshizo. Las sobremesas, los juegos de ajedrez, el chismorreo inocuo, todo desapareció. Los parroquianos se dispersaron. Los menos afectos al teléfono quedaron aislados. Igual les va a los edificios con méritos arquitectónicos –¿alguien recuerda la casa que se derribó para construir el Centro Cultural Veracruzano?–, o históricos. Nada vale sino los permisos, el cochupo con el delegado del partido que sea, el yo aquí pongo mi changarro y si no hay dónde estacionarse, que se frieguen.
El cambio, el cambio. Y ese que se añora, el necesario, el urgente, se hace esperar. La corrupción, la ineptitud, el político cuya mano derecha se persigna mientras la otra acaricia la chequera, ése, igual. La rapacidad, la basura, el tráfico, eso no cambia. Son más sólidos que el cemento, más duraderos que la piedra. Chin.
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