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Ana García Bergua
De delicadezas y patos
A este país la democracia le ha de costar mucho trabajo. No sólo por aquello de votar y exigir cuentas a los votados. También hay un problema de carácter. Es muy raro en este país –o por lo menos en el Altiplano ya no tan tibio, merced al cambio climático– escuchar un "no" rotundo. Nadie quiere ofender a nadie con una verdad incómoda, grave o trágica, y gracias a esta delicadeza se puede ver a la gente convertirse en animal, como decía aquel antiquísimo chiste de primaria: uno se hace buey, o pato, o mosca, según la ocasión, y deja que el tiempo pase, que el divino olvido –otra de las especialidades nacionales– lo cure todo. Aquí uno sabe que le han dicho que no cuando pasan seis meses y no le han respondido. Este "no" lento, suave y acojinado, que se va difuminando al paso del tiempo como, dijéramos, una ola, se aplica a muy diversas situaciones, desde la tradicional petición de mano o de partes más comprometedoras, hasta la solicitud de trabajo, de un favor, o los ofrecimientos más diversos. Uno pide u ofrece, el otro le dice que bueno, que qué bien, que lo va a considerar, y que le habla. Cuando uno escucha que le van a hablar, bien puede proceder a sentarse en un mueble cómodo, pues la cosa toma visos de incertidumbre. Si no le hablan en una semana, todavía puede llamar y pedir noticias: ahí entrarán en escena, según el caso, las más diversas canciones, desde la de "el licenciado está en junta", hasta la de "en una semana te marco". Y en una de ésas, hasta le hablan, pues la cosa es lo suficientemente vaga como para permitir todas las posibilidades. Pero si uno sigue pensando que le van a contestar al cabo de seis meses, es que de plano carece de toda delicadeza, de toda sutileza de entendimiento y merece que le digan un "no" rotundo. Y aun así, nadie se lo dirá. Todo mundo, como en el chiste, se convierte en animal.
Uno mismo, que se queja de que los otros se hagan patos, sabe hacer que le nazcan pelo o plumas cuando le conviene; cuando, por ejemplo, no se quiere involucrar en algo dañino o malvado, o cuando le hablan del banco por vigésima quinta vez para ofrecerle una tarjeta: "yo le hablo", dice, "gracias", cuando debería en realidad recitar todos los insultos que se sabe. Es una capacidad que viene ya codificada en nuestros genes y en el esmog que respiramos: es nuestro santo pato protector. También habría que agradecerlo, de alguna manera. Pero a mí es algo que me intriga mucho: ¿de dónde viene lo de hacerse buey, o pato? Seguramente es algo así como confundirse con el paisaje, desaparecer, ponerse a rumiar o a nadar por el estanque: Fulano se hizo nube, se puede decir también, o se hizo árbol, o río. No de balde los cineastas llamaban "patos" a las escenas que entremetían en la película para que pasara el tiempo cuando no había nada que poner, y todo porque la primera de ellas fue la de unos patos en Chapultepec.
Pero bueno, ¿quiénes habrán sido los primeros y respectivos buey y pato que se fingieron tales? Lindo sería esculpirles unas estatuas muy bucólicas –un poco abstractas pero grandilocuentes, al estilo de Sebastián, por aquello de la vaguedad– con el título de "Monumento a la delicadeza de carácter." A una cuadra se podría erigir también el monumento a la rosca, llamado –no me negarán que este nombre hasta tiene poesía– "Ensimismamiento."
Decía que estas vaguedades no siempre son tan negativas como parecerían. Entre amigos nos decimos seguido "nos hablamos", y no es porque no queramos hacerlo nunca, sino porque no sabemos cuándo podremos exactamente: es una especie de declaración de voluntad, llamada "quiero, pero no sé si voy a poder, ni cuándo, ni si los azares de esta ciudad llena de trampas y abismos me lo permitirán", aunque puede ser llevada a extremos de patología (que no es la enfermedad de los patos). Hay, ciertamente, a quienes estas cosas les desesperan mucho, tanto como los ratos mexicanos, que son la medida de tiempo más corta y a la vez más larga que hay. Y esas frases tan bonitas que sirven para dejar que pase el tiempo sin decir nada comprometedor – y de hecho, sin decir nada en absoluto: eso que ni qué, que esto que lo otro, no pues sí, ya merito, y la joya que acuñó el presidente Echeverría (otro que apostó al olvido histórico instantáneo): ni sí, ni no, todo lo contrario. En esa ocasión sólo le faltó aletear y decir "cuac cuac".
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