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Ibrahim resucitado
Es imposible olvidar su imagen de niño eterno, la dulzura de su sonrisa, su bien estar y amabilidad, esas cosas gracias a las cuales los productores del sello World Circuit (Ry Cooder y Nick Gold, sobre todo) lograron con su figura lo que no se pudo con el orgullo de Omara Portuondo, ni con la fuerza rupestre de Eliades Ochoa, ni con la mismísima discapacidad de Rubén González –cuya última visita al DF, ya en silla de ruedas, más bien reflejó un via crucis. Con don Ibrahim Ferrer, a diferencia de ellos, decíamos, se consiguió llevar la ternura al terreno del juicio y explotar su carisma hasta el cansancio, Grammy incluido.
Hoy, lejos de su muerte, ha llegado el momento de recordarlo desde su oficio. Empecemos diciendo que Ibrahim, como muchos de los buenos intérpretes, fue un mal cantante en términos técnicos, lo que ahora queda expuesto con crudeza en su nueva colección de boleros, Mi sueño. En temas como "Dos almas" la desafinación final es tan notable como la eficacia de su divertida improvisación, esa irrenunciable fuerza que lo animaba a sonear en terrenos seguros, a comentar y concluir y despedirse aun entre flácidos acompañamientos. Porque eso sorprende en este disco. El soporte básico del gran Cachaíto (contrabajo), Manuel Galbán (guitarra) y Roberto Fonseca (piano y coproducción) a veces parece miedoso, temeroso de romperse si se regala a jugueteos ajenos al lenguaje más convencional, con todo y sus coqueteos hacia el jazz. Porque no reacciona a las provocaciones, podemos asegurar que no fue grabado en vivo.
Cachaíto (contrabajo), Ibrahim Ferrer, Manuel Galbán y Roberto Fonseca |
Y claro que suena bien, este disco, pero hacen falta muchas oídas para congraciarse con algunas decisiones estéticas. Volvemos entonces a las dudas: ¿será cierto que era el sueño de don Ibrahim? ¿Será verdad que en él descansaron la selección de repertorio y la aproximación arreglística? Vaya, porque está claro que el pianista Roberto Fonseca es un talento de carne y hueso, pero eso no siempre le alcanza para expresar lenguajes convincentes. Incluso pensamos que para varios temas hubiera sido saludable tener más opciones, más "tomas" de piano y voz en el lenguaje técnico, pues esta idea de que un joven virtuoso o de que hombre maduro con autoridad moral logran automáticamente una interpretación orgánica y valiosa, es un mito. Eso se obtiene luego de varios intentos.
Un ejemplo loable es "Quiéreme mucho", de Agustín Rodríguez y Gonzalo Roig, en la que Ferrer parece guiar los destinos del conjunto, a pesar de esos arreglos de cuerdas que, con todo lo eficaces que son, se delatan sobradamente efectistas por la búsqueda forzada de un sonido ajeno a nuestro presente tecnológico. Otra pieza generosa es "Quizás, quizás", a dúo con Omara Portuondo. Pero no pasa lo mismo con "Perfidia", la que carece del malicioso y resignado juego de quien además la actúa (además quedó muy rápida, lo que resta fluidez al trovador).
Por ello, entre otras cosas, Mi sueño es un disco lindo que da placer; pero no es extraordinario en su sentido estrictamente musical. Si pensamos que es una obra póstuma, que se trataba de un sueño largamente anhelado y adornamos la historia sacándole los últimos huesos a la papaya del Buena Vista, entonces podemos conceder de más. Pero a tantos años del "descubrimiento" del señor Cooder ya no vale conmoverse con la imagen del anciano apabullado por Nueva York, París o Ciudad de México. Ya no debemos pensar que cada juicio sobre su persona debe tomar en cuenta las vicisitudes de una vida pesarosa, de un cuento de hadas en el que la justicia se apareció para reivindicarlo. Ya no. Lo que queda son las obras. Su entorno desaparece. Por eso, déjenlo descansar en paz a Ibrahim.
Ojalá que ya no salgan más grabaciones y que nos quedemos con lo que avaló en vida. O por lo menos, ojalá, que quienes tienen esta gran responsabilidad sacrifiquen la posibilidad de una ganancia por un futuro con recuerdos sólidos. Porque Ibrahim Ferrer se merece pasar a los almanaques con su voz jovial, con su cansancio temperamental, agudo y expresivo, mas no con el desgaste que resta intensidad, convicción. ¿Que si vale la pena comprar el disco? Sí. Pero para establecer una nueva relación personal, una despedida lejana a los mensajes de la mercadotecnia. Porque un mal disco, como los buenos, también es parte –a veces fundamental– del artista que lo produce. Igualmente, comprarlo puede ser tropezarse junto con él, consciente y amorosamente.
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